11. Amor empieza por desasosiego
Dudaba con quién empezar los interrogatorios que me llevaran a confirmar cada uno de los senderos amplios de este saberlo todo, cual narrador decimonónico. Eliseo, el italiano, me era esquivo, por más que fuera atractivo para cualquier investigador policial al uso, por los secretos que pudieran esconder —al menos para otros, menos omniscientes— sus dispersos artilugios de grabación. Los designios de Juárez, el no menos esquivo narrador mexicano, se me encasquillaban, a pesar de que su naturaleza suicida lo hacía igualmente interesante desde el punto de vista criminológico. Lucas Manchón, por otra parte, se me antojaba plano como un personaje secundario de novela río. Tarde o temprano terminaría llegando a él. Y a las dos chicas, Ifigenia y Rosa, quería dejarlas para una fase posterior de mis preguntas, tampoco escondo que antes buscaba un perfeccionamiento de mi proceso de materialización, que se viera la integridad de mis plantas, vamos…
Así que penetré en el módulo de Erik Dukas, que no era sino un calco exacto de cualquier otro de sus escondrijos, con el mismo orden y pulcritud que un aparato crítico de María Rosa Lida de Malkiel. Dukas habitaba uno de los módulos superiores, donde el Cerro se hace precisamente una colina pronunciada —poco problema para un espíritu deportivo como yo—. Desde allá, la perspectiva ultraterrena, por encima del bien y del mal, que predica todo ensayista era algo más que una metáfora. Resultaba muy amena la vista del pradillo lacustre que era la falda misma del cerro, bañada en la luz de un otoño que a mí me pareció, claro, zaragozano. No elegía mal el germano-francés sus alojamientos, y tampoco era mala elección empezar mis inquisiciones con un ensayista, por lo mucho de cotilleo que es la cama común y más baja del género.
—Así que todos somos sospechosos. ¿Y el suicidio, inspector, no le tienta esa hipótesis?
Hablaba a impulsos, como si acusara en cada uno de sus parlamentos, parapetado detrás de las típicas acotaciones de autoridad entre paréntesis. No decía: afirmaba. Pero contra el vicio de la aseveración no hay virtud mejor que la repregunta.
—¿Suicida una chiquilla con un comienzo tan fulgurante en el sueño de su vida, la poesía, Sr. Dukas? ¿O es que los ensayistas no sueñan?
—Ja, ja, ja, claro, inspector. Pero no imagine que todo en la vida es sueño (Dukas: 2022). Hay sombras, muchas sombras detrás de cada becado…
Dukas tenía ese tipo de temple, no se sabía si propicio o nefasto, que llegaba a alterar mis facultades de materialización. Temiendo por ello, me refugié tras unos anaqueles casi lindantes con la pequeña cocina comedor —asomaba allí, por cierto, el famoso cuchillo trinchador en serie de todos los becados— donde el individuo tenía clasificadas, más que colocadas, sus lecturas.
—Calderonianismos aparte, Erik, y pendiente de las pruebas periciales, no encuentro muy probable esa hipótesis. Sigo decantándome por asesinato, quizá por el homicidio, al menos por una mano que guiase a la que sujetaba el cuchillo —y aproveché para repasar, como distraídamente, el suyo.
—Claro, inspector. Pero no piense en Inés Menta como una chiquilla… sin historia —se precipitó sobre la mesilla (idéntica a aquella donde apareció muerta Inés, sospecho que a la de todos los módulos) como si fuera a servirme algo que no había anunciado. Tenía la misma cualidad de una libélula posándose sobre el cloro de las piscinas— ¿No sabe lo suyo con Néstor?
Este tipo de preguntas me dejaban, es cierto, descolocado. Porque se supone que tenía que ser el Galdós de la criminología moderna. Pero no, la omnisciencia tiene lagunas. Como esa que, ante mis ojos, por la ventana sin visillos, iba deslizándose para tranquilidad de todos en esa mañana que apenas era la segunda después de la muerte de Inés Menta.
