
Imagen aportada por la autora
Cuando suenan las trompetas cierra los ojos esperando que su enemigo surja del túnel. Lo hace amagando un ataque con saña, derrotando sus dos puñales en el aire, serio de cara, tan salvaje que parece divino. Pero él aguanta erguido y a distancia, para que se arranque de lejos y pierda fuerza.
El sudor le resbala desde los ojos hasta las mejillas, se lame la boca y le sabe a tierra: ha tragado polvo en la embestida. Las descargas de rabia le hinchan los pulmones y aceleran su corazón palpitando en las sienes. Ataviado de gris y plata, agarra la espada hasta dolerle los nudillos, los pies muy clavados en la arena, arquea la cintura estrecha y estira el brazo para darle salida por debajo, humillándolo, que doble su poderosa cabeza. La ovación de las gradas es enorme.
Hoy necesita triunfar, tiene 25 años y otros con su edad ya son figuras. Está obligado a arrimarse, a dar un espectáculo de los que se graban en la memoria, de los que excitan por sentir el peligro. Ellos, que sentados cómodamente lucen sus mejores galas, le jalean, le insultan, le gritan y hacen apuestas... están a salvo. Sin embargo su vida no vale nada. Cada tarde que salta a la arena tiene que conquistarla arriesgando incluso hasta la locura. Hoy sacará el coraje necesario para ganar la admiración y el respeto que le permitan vivir en libertad.
Busca el cuerpo a cuerpo, lo cita con descaro. Su enemigo tiene un recorrido corto y potente, con un peligroso cuello que estira y revuelve cuando se cruzan. La mirada de sus ojos, casi ocultos por los rizos negros de la frente, le transmite que no tendrá piedad. Ahora sí, ahora él ha conseguido lacerar su espalda, cerca del cuello largo que tanto teme, y la sangre sale a borbotones cayendo y cubriendo todo el costado del cuerpo negro. El griterío del público se vuelve ensordecedor, está en pie coreando su nombre y exigiéndole: “¡Mátalo, mátalo!”.
Él, mentón hacia delante en un gesto de desafío, de hombría satisfecha, los saluda con la mano en alto llena de sangre, girándose sobre sí mismo, gustándose… Hasta que se da cuenta de que ha cometido el único error fatal: le ha perdido la cara. Debió comprender que era de los que engañan, de los que no avisan.
Porque ahora es el otro quien le hunde dos puñales en el pecho, dejándolo clavado sobre la arena del Anfiteatro de Corduba: su cuerpo joven abierto, su sangre mezclándose con la de los que lucharon antes; mientras el gladiador negro es quien recibe los aplausos y da la vuelta al circo, saludando con sus armas, triunfando bajo el sol.
Esta tarde no pudo conseguir ni la gloria ni la libertad, quizás sólo algunos sestercios con los que su viuda encargó una lápida y el siguiente epitafio:
“Murmillo Cerinthus, de los juegos gladiatorios Nenorianos, luchó dos veces. Nación griega. Murió contando 25 años. Rome, su esposa, puso a su costa esta lápida en memoria de su benemérito marido. Te ruego, tú que pasas delante de ella, digas: seáte la tierra leve” (Museo Arqueológico de Córdoba)
Blog de la autora Reyes García-Doncel: https://universointroito.wordpress.com