jueves, noviembre 30 2023

Relatos Falaces —13 Turistas by Félix Molina

Relatos falaces, 13: Turistas

En la famosa y alegre ciudad de S.

Tom estaba encariñado con ella desde su juventud, antes incluso de conocernos, y yo decidí regalarle ese capricho. Nos hospedábamos en un hotel barato pero cómodo, cerca de centenares de placitas con iglesia y un olor a jazmines que nos recibía a la vuelta de nuestras hermosas contemplaciones. En uno de los últimos días de nuestra estancia nos decidimos por visitar el convento de Santa C., muy cercano al hotel –los días de caminata sin tregua iban pesando– y con el aliciente adicional de un espacio  museístico. Mientras preguntaba y me contestaban en recepción sobre la oportunidad de verlo (Sí, no teman, siempre hay quien lo visita en estos días), era enternecedor ver cómo Tom se ajustaba el alza ortopédica, para no resbalar por las calles adoquinadas.

Nos decidimos por un día en que los lugareños –e incluso quienes venían de fuera– miraban hacia el recinto ferial, en una celebración que habíamos visitado días atrás y nos dejó agotados. Las calles estaban vacías. Después de la siesta, la gente reparaba todas sus fuerzas para continuar la juerga por la noche en aquella caldera de luces de color y vino.

En la entrada de Santa C., nos aseguramos de que estaba abierto al público. La somnolienta celadora nos dijo que sí. Por supuesto, añadió, como agraviada. Recorrimos una sala inicial de exposiciones entre el sueño (era contagioso al parecer en aquel espacio) y la felicidad sugerente de las piezas colgadas en las paredes, de un arte soliviantador, como a mí me gustaba decir.

Subimos  –tras mi mirada compasiva a Tom, que siempre tiene problemas con el alza en escalones antiguos– al piso superior, donde aguardaba otra exposición, animada con audiovisuales. Pero la sorpresa más mullida de todo aquel entorno nos la iba a deparar una angosta puerta, disimulada entre la mampostería, que llevaba a un patio ajardinado, con restos de bancos de piedra antigua. Por allí se desembocaba a otro patio mayor, que en un rectángulo formado por los mismos bancos de piedra –pero no tan desgastados por el tiempo– albergaba una torre, presidiéndolo todo, y los parterres de unos setos, parece que descuidados ya por su jardinero original, el de hace siglos.

Allí pasamos unos segundos celestiales, olvidados de todo y de todos, como la ciudad parecía olvidarse de sus ciudadanos. Mientras Tom se tomaba un descanso de los varios ascensos y descensos, a mí se me ocurrió inspeccionar los alrededores del rectángulo mágico, interrumpida en mis pasos por la hojarasca. Cerca de la torre, imponente sobre el conjunto, escuché voces muy pretéritas. Conozco por su estudio el castellano casi desde sus inicios, y a eso me sonaban esas voces. No quise alarmar a un Tom entregado dulcemente a su ortopedia, y lo achaqué todo al calor y a un exceso de imaginación incubado por mi filología. Pero las voces eran cada vez más diáfanas. Y me invitaban. Indagué la posibilidad de ascender el primer tramo de escalones para fisgar desde allí, pues las voces parecían vecinas del patio rectangular. Y lo hice, no sin atraer la atención de un Tom repuesto.

Una vez arriba distinguí a una señora que envuelta en ropajes freía huevos, a dos niños sucios recogiendo uvas del suelo y a un viejo con brazos como sarmientos que me alargaba el bastón, invitándome a entrar en la estancia. Con rostro más de miedo que de indecisión, me vi entre aquellos lugareños no sé sabe de qué siglo, mientras Tom hacía lo imposible para salvar el tramo de escalones con el yunque de su alza.

Desde aquí le escribo, no dejo pasar un día sin hacerlo, en la esperanza de que comprenda por qué o cómo.

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