Hoy, 4 de junio de 2018, empiezo la búsqueda de los orígenes de una historia en la que mi padre, Eulogio Serrano, y su legado son los protagonistas. Mis palabras irán entrelazándose a las suyas y comple- tando las páginas que fue escribiendo durante sus últimos años. Así, a dos voces —puede que se cuele alguna más— quiero rememorar su vida y homenajear a un hombre querido que hizo feliz a mucha gente. Un fotógrafo que, como dijo Manolo Barrios, «siempre estaba el primero en la noticia». Un comediante que le entregó su vida al teatro, su gran pasión. Un trabajador infatigable y generoso. Un riotinteño defensor a ultranza de las tradiciones de su pueblo. Un enamorado de Sevilla, de cada rincón, de su historia y de su gente. Un ser humano muy humano cuyo lema fue siempre el humor y su máxima hacer reír a la gente. Un esposo y padre amado.
Intentando poner orden en el archivo que guardo de él, en- cuentro los papeles de la biografía inconclusa que escribió, reflexio- nes, poesías. Muchos recuerdos de la Agrupación Álvarez Quintero y de la radio, del cine y de la televisión. Una montaña de papeles. Recortes de prensa. Y algunas fotografías. Entre ellas, esta que ahora paso a describir, tierna y sorprendente, que remueve muchas cosas dentro de mí. Que me trae a esta habitación su voz diciéndole a su nieto Pablo «yo he estado en Nueva York», hablando de su juventud, de su amor por el teatro, de su devoción al trabajo, de los artistas que conoció, de sus pasiones. –Ay, papá, te siento tan cerca. Te añoro tanto–.
Con ella comienzo su historia.
En el centro de la imagen, una señora vestida de negro riguroso, sentada en la cubierta de un barco, rodea con sus brazos un salvavidas en el que está escrito el nombre del buque: Manchuria. Sentado en el flotador, vestido también de negro, aunque con un toque marinero en la solapa y los puños de la chaqueta, un niño que mira fijamente a la cámara. La señora de negro es Carmela Delgado Librero, pasajera número ciento noventa y uno, natural de Riotinto, España, de veintiocho años de edad, mi abuela. El marinerito, Eulogio Serrano Delgado, pasajero número ochocientos sesenta y nueve, natural de Riotinto, España, de dos años de edad, mi padre. Al fondo, los muelles de la ciudad de acogida, New York, promesa de futuro. Un poco más allá, la isla de Ellis y la imponente Estatua de la Libertad. Estamos a 5 de octubre de 1920 y hace un mes que partieron del puerto de Vigo.
Dicen que una imagen vale más que mil palabras, pero yo quiero poner palabras a esta imagen. Necesito contarlo, necesito contár- melo. Comenzar por ahí a desgranar la vida de mi padre, que, como dice José Luis Garrido Bustamante, «no fue un simple poblador de la faz arrugada de la Tierra».
La sonrisa ancha de Carmela habla de ilusión, de esperanza; sus ojos, de esfuerzo, de audacia, de empeño por dejar atrás tristezas y penurias; sus manos, de determinación por emprender una nueva vida en el país de las oportunidades, para darle a su hijo una vida mejor. Carmela mujer, viuda, sola, joven, fuerte, valiente. Carmela madre que atrapa en ese abrazo tan significativo, tan simbólico, el presente, el futuro. La metáfora perfecta. Carmela salvavidas.
Aún no sabe que su aventura se verá truncada de forma dramática y ni siquiera pondrá un pie en la ciudad de sus sueños.
El viaje de Carmela y Eulogio no termina ni en este puerto ni en este país. Todo se vuelve en contra para que alcancen su destino. Ellis es la isla de los sueños rotos.
Busco información sobre la isla. La isla de Ellis. La isla de las gaviotas, la isla de las ostras, la de la esperanza, la de las lágrimas, la de los sueños rotos.
Veo imágenes sobrecogedoras. Leo artículos tan espeluznantes que prefiero olvidarlos. También otros sobre comportamientos admirables, claro que sí. Son siglos de historia de emigración, de gente igual que mi abuela Carmela decidida a dejar atrás un pasado doloroso y arriesgarlo todo por una vida que merezca la pena ser vivida. En «la tierra de las oportunidades, en el país de la libertad, en el hogar de los valientes».
Fue George Washington quien allá por 1795 dijo «Rezad para que nuestro país se convierta en un seguro y propicio asilo para los infortunados de otras naciones». Tras la independencia de los EE.UU., la controversia con respecto al tema de la inmigración era grande entre los que la veían como una amenaza para el futuro del patriótico espíritu nacional y los que tenían clara su importancia como herramienta para garantizar y potenciar el crecimiento económico. Con el statu quo de la guerra de 1812, la necesidad de mano de obra era urgente y las inmigraciones, masivas. Los inmigrantes se convirtieron, efectivamente, en un pilar fundamental para sacar adelante el país en aquellos años difíciles.

Fue la época de los dantescos «barcos de la muerte o barcos ataúd», entre los que se encontraba el Leibnitz, que ha pasado a la historia por ser un ejemplo terrible de crimen contra la humanidad. En él perdieron la vida ciento cinco pasajeros a causa de las condiciones infrahumanas a las que se vieron sometidos: encierros en las bodegas, hacinamiento atroz, comida detestable; situaciones que provocaron diarrea, neumonía, escorbuto, sarampión, varicela, boca de trinchera... En suma, brotes epidémicos insuperables. Ciento cinco personas, ciento cinco almas, cargadas de dolor y esperanza, marcadas de hambre y penurias, que, con épicos esfuerzos, pagaron su pasaje a la tierra de las oportunidades a compañías navieras sin ningún tipo de escrúpulos. A quienes lograban sobrevivir, les tocaba pasar el examen de los agentes de la autoridad aduanera y de los servicios sanitarios. Si detectaban signos de enfermedad contagiosa peligrosa o trastorno mental, eran automáticamente deportados. Si sospechaban de dolencias infecciosas, los mantenían en cuarentena en celdas habilitadas para tal fin. A los sordomudos y a los ciegos los internaban hasta decidir si suponían o no una carga para el erario público. Sobre los experimentos psiquiátricos que tuvieron lugar allí prefiero no hablar.
Castle Garden, conocido como el castillo de los sueños, fue inaugurado en 1855. Funcionó como institución benéfica y centro de orientación durante años con el espíritu de ayudar al recién llegado. Pero la corrupción y la pillería terminó desvirtuando esos buenos propósitos. Joseph Pulitzer, uno de los muchos que pasó por allí, denunció que los inmigrantes eran tratados igual que ganado y explotados. El edificio cerró sus puertas en 1890. Durante esos treinta y cinco años, se registró la entrada de más de ocho millones de personas, que se dice pronto.
El 1 de enero de 1892 se inauguró el nuevo centro de inmigración en Ellis Island —conocida también como Oyster Island, por los caladeros de ostras que la rodeaban—, pero se quemó, y sobre sus cenizas levantaron el que se conserva hoy en día, un enorme edificio de ladrillo rojo que recuerda a un mercado o a una estación. La primera persona en desembarcar en Ellis fue una chica irlandesa de quince años llamada Annie Moore. Annie viajaba con sus dos hermanos pequeños para reunirse con sus padres y su hermano mayor, emigrados dos años antes. Fueron muchos en esa época los que huyeron de la gran hambruna de la patata que arrasó Irlanda. Las autoridades le regalaron a la joven una moneda de diez dólares de oro puro. Annie ha pasado a la historia. Una niña de hambre y esperanza cuya estatua en bronce recibe a todo aquel que visita la isla y bucea en su pasado.
La historia de Annie es la historia de tantas y tantos infelices que rompían con su pasado, su mundo, sus raíces, por pura necesidad. Fue una diáspora sin precedentes. Pasaron por allí dieciséis millones de errantes desde su inauguración hasta 1924. Dos de ellos fueron mi abuela y mi padre. En 1904 el número de inmigrantes alcanza el millón. Se registra la entrada de entre cinco y diez mil personas al día en Ellis. La mayoría logrará franquear las puertas hacia el sueño americano, otros no correrán la misma suerte y tendrán que deshacer el camino y enfrentarse a aquello que les hizo escapar.
(continuará)