Septiembre, 1997. Enriqueta escribe una carta.
Queridísimo Driss. Después de dos meses de muchísimo movimiento, cambiando de lugar de semana en semana como un itinerante tuareg, por fin vuelvo a tomar posesión de mi estudio y a retomar mi vieja costumbre de escribir. Escribir, escribir, escribir, siempre estoy escribiendo, es casi lo único que no dejo de hacer junto con pensar; mi cabeza y mis dedos no paran nunca.
Y…, cuando ya pensaba que te había perdido entre las misteriosas arenas de mi querido desierto, entre las inmensas paredes de adobe de tus queridos palacios, entre las callejas estrechas de cualquier abigarrada medina, entre la curiosa y regateante populación del mercado de Zagore, entre la ansiedad de curvas de una carretera zigzagueante o las plácidas terrazas de los Oudaias; cuando ya confundía el recuerdo con la ensoñación y pensaba que habías sido una bonita historia; cuando el desamor había empezado a borrar ese impulso inquieto del retorno… llega de nuevo tu llamada, tu sonrisa adivinada, tu calor.
¿Qué alegría! No es una amistad zanjada, una puerta cerrada, una historia acabada, un The End sin rótulo; es…, puede ser… ¡es lo que es! Una alegría oírte, un placer volver a verte, un gusto volver a viajar contigo, una satisfacción nuestras conversaciones y un deleite volver a contemplar las estrella de ese cielo embriagador a tu lado. Tengo muchas, muchas ganas de renovar recuerdos. Quizás la posibilidad de encontrarnos en Octubre sea la mejor idea. Estoy deseando que llegue el momento.
Noviembre, 1997. Enriqueta escribe una nueva carta
Queridísimo Driss. Imagino que estarás sorprendido de no saber de mí. Imagino que habrás intentado hablar conmigo desde la última carta que te escribí, a finales de septiembre, y no me has encontrado. De nuevo el proyecto de encuentro, previsto para octubre, se ha quedado en el aire como una intención permanente, eterna. Un deseo sin alas.
Mi vida últimamente no hace más que encontrarse con intensos y poderosos tropiezos, con graves obstáculos que interrumpen el ritmo de mi andadura, y esto me obliga a acumular en un cajón mis mejores intenciones, proyectos y ansiedades. A cada paso que avanzo con energía y entusiasmo me encuentro con una zancadilla del destino. Es como si la Gran Energía de la Vida considerara que soy una figura sin terminar, una escultura a medio esculpir. Cada vez que me siento en el cenit de mis facultades y me preparo para vivir con intensidad mi existencia, el destino parece que quiere recordarme que todavía no estoy preparada, que soy una figura inacabada, y me asesta un buen golpe de cincel y martillo para ir moldeándome. Y, entonces, me encuentro de improviso con que tengo que modificar mi comportamiento para poder asumir las nuevas y profundas incisiones. Sufrimiento. Tiempo. Reflexión.
En fin, te diré que estos últimos meses han sido complicados para mí. De nuevo he tenido que hacer un parón en mi maquinaria intelectual y física. Repentinamente el 15 de octubre me operaron de dos inesperados tumores en el pecho. Habían crecido en la zona izquierda, al lado del corazón. Pienso que mi gran y eterno desencanto en la búsqueda de la felicidad, y de tantas cosas intensas y diferentes, ha sido el causante de los ‘nudos’ (transformados en tumores malignos) provocados por un atasco en la circulación del fluido de las energías. Operaron con urgencia para eliminarlos. Después, la convalecencia, el fuerte tratamiento de quimioterapia y radioterapia con sus ineludibles e inflexibles efectos secundarios. Y en estos momentos estoy acostumbrándome a la modificación estética de mi cuerpo, a la alteración espiritual de mis sentimientos, a la interrupción productiva de mi impulso creativo y a la anestesia mental de mi intelecto.
No es fácil la continua reconversión a cada nueva y complicada circunstancia que me sale al paso. Es cansador. Tengo tantas cosas pendientes de hacer en mi existencia y son tantas las dificultades que se me van poniendo en el camino que a veces me entran ganas de tirar la toalla, no sentir, no padecer, pasar simplemente resbalando por la superficie de la vida sin más preocupación que la de ver pasar el tiempo; pero es sólo un idea cómoda que me viene en los momentos menos lúcidos. En realidad no podría vivir sin sentir y no puedo sentir si no vivo intensamente, y no se puede vivir intensamente si no se logra salir de la vulgar maquinaria cotidiana que anula el pensamiento y la emoción.
En este momento me siento una estadística: soy el tanto por ciento de mujeres con cáncer de pecho y estoy en el tratamiento de choque de ese tanto por ciento. Me siento encasillada y enjaulada. He perdido la más elemental de las libertades: tengo que ir todos los días al hospital a darme radiación, tengo que soportar una abrasadora química corriendo por mis venas hasta invadirme el corazón, tengo que sentirme cansada, mareada, agotada, tengo que, en fin, hacer un nuevo paréntesis vital.
Enero 1998. Y, de nuevo, otra carta.
Mis sueños flotan perdidos sin encontrar donde asirse para germinar. Mi cuerpo parece cansado de vivir cuando todavía cuento con él para mucha vida. Mi cerebro se encadena al absurdo vacío que provoca la ramplona comodidad de una existencia doméstica rutinaria. Mi espíritu aletea sin fuerzas tratando de sacudirse esa pereza pegajosa que cultiva el sopor de la realidad rutinaria como la frecuente humedad cultiva un fastidioso moho en la superficie de objetos y paredes. Mi ánimo languidece aburrido de la inmovilidad del desaliento. Pero de vez en cuando mi desesperada esperanza todavía ve un lejano brillo, una salida, un escape.
Queridísimo Driss, estoy deseando volver a encontrarte en el Café de los Oudaia, en la medina de Marrakech, en la pista de tierra de Zagora, bajo las estrellas y bajo el Sol de ese cielo tan limpio, tan lleno de sueños y esperanzas, tan culpable de la locura de los sentidos, tan protector. Quizás esta próxima primavera sea el momento.
O témpora o mores