Cae la tarde cuando regresa a su casa del trabajo. En su calle la espera un revuelo de ambulancias, policía, cámaras de televisión, vecinos curiosos... A pocos metros de su portal, entre el bullicio del gentío, acierta a vislumbrar un bulto cubierto con una fina manta plateada, de esas que usan los servicios de emergencias cuando acuden a un accidente. Solo que esta vez no ha sido tal. Lo ha sabido en cuanto vio a la policía tratando de librarse de las cámaras y fotógrafos de prensa, y a éstos abordando sin piedad a cuanta persona del vecindario se ponía a su alcance.
Se detiene a una cierta distancia, al otro lado de la calle, poniendo atención a cuanto se dice con el fin de averiguar lo que ha ocurrido exactamente. Aunque el acoso impenitente de la prensa se lo hace suponer. Aguza el oído mientras los comentarios se suceden entre el rumor del gentío, afianzando su sospecha
- Era una pareja de lo más normal ¡Parecían tan enamorados…| Siempre la llevaba cariñosamente cogida por los hombros.
- Nunca la dejaba sola ¡Se les veía muy bien avenidos…!
- A veces se les oía discutir. Pero ¡cómo todo el mundo! ¡Normal entre parejas!.
Por si los comentarios no fueran suficientes un golpe de viento arrastra consigo la manta dejando al descubierto, hasta que el gesto rápido de un agente de policía la restituye a su lugar, el cuerpo inerte de la víctima.
Es ella, está segura, la joven vecina que alguna vez se cruzó saliendo de su casa, siempre acompañada, oculta tras esas grandes gafas de sol que tantas veces estaban de más. Muy maquillada en contraste con la ropa discreta que vestía. Abandonaba el portal cogida de los hombros por su acompañante, un hombre también joven, atractivo y con don de gentes. Elegante. Parecía empequeñecerse a su lado para pasar inadvertida, ocultando su mirada. Con un gesto siempre triste, le pareció más de una vez al cruzárselos. Hubo veces en que se preguntó si serían ellos los protagonistas de las broncas que en ocasiones escuchaba al otro lado de la pared de su dormitorio, protegida por el anonimato de la gran ciudad, a pesar de la proximidad de los portales y de esas finas paredes incapaces de guardar del todo tu intimidad, de aislarte de lo que ocurre en la vivienda de al lado. A menudo era muda e invisible testigo de lo que parecían ser arrebatos de celos incontrolados. Ante su repetición más de una vez pensó en llamar al 016. Pero no llegó a hacerlo nunca. Oía sus voces, las de él, mientras de ella solo le llegaban oscuros sollozos. Los insultos se alternaban con el choque de objetos diversos haciéndose añicos contra el suelo. A veces también golpes contra las paredes y de cuando en cuando un sonido sordo, como un cuerpo cayendo a peso muerto. Y después un más que brusco portazo que hacía retumbar esa fina pared que compartían.
En esos momentos solía tener la tentación de pegarse a la pared y escuchar lo que ocurría en aquel piso ajeno, tan próximo y lejano a la vez, que marcaba una insalvable distancia con aquella mujer desconocida que sufría al otro lado. Contradictoriamente, la tranquilizaba oír como se deshacía en llanto hasta quedar exhausta, pues le provocaba la certeza de que, al menos momentáneamente, el suplicio había terminado. En alguna ocasión estuvo tentada de golpear con suavidad la pared, de susurrarle que estaba allí, de hacerle saber que lo había escuchado todo para que sintiera que no estaba sola. Pero le pesaba la estricta educación recibida, esa que imponía un férreo respeto hacia los problemas ajenos. “Nunca te metas en peleas de parejas”, le parecía estar escuchando a su madre. “Lo que ocurre tras la puerta de cada hogar no es cosa tuya”. Y recuerda entonces a la familia que vivía en su mismo portal cuando era niña. El marido que noche tras noche llegaba borracho y propinaba infames palizas a su esposa, y una retahíla de hijos que aprendieron a esconderse temerosos de los golpes de su padre. Sabía que no eran los únicos. Había más. Pero sus padres nunca osaron mediar en aquellas nefastas circunstancias. En su defensa se podría argumentar que aquellos eran otros tiempos. Pero ahora a ella, en sus actuales circunstancias, a menudo le invadía una sensación de remordimiento por no hacer nada. Y hoy, frente a aquel cuerpo derrumbado en el suelo, ese remordimiento fue aún mayor.
Al día siguiente acudió a su trabajo, como siempre. Sus preocupaciones le dejaron en su memoria apenas una nebulosa de lo acontecido el día anterior. Y así durante los días y semanas que continuaron a aquel nefasto día. Hasta que otro suceso lo alteró todo, de nuevo. Hoy percibe algo diferente en el ambiente. Le toca guardia en el recreo de su centro y al salir al patio ve a un grupo de niños y niñas arremolinados bajo el árbol. Entre sus ramas, abrazado a ellas fuertemente, un pequeño de ojos tristes llora desconsoladamente. Se acerca a calmarle. Murmura continuamente entre sollozos: - ¡Quiero que vuelva mi mamá!
Cuando consigue romper su abrazo y sujetarlo entre sus brazos lo lleva de vuelta a la clase del pequeño, consciente de que solo su maestra podrá calmarlo definitivamente.
Al finalizar la jornada vuelve a interesarse por el niño y su compañera la pone al tanto de su historia. Hace unos días que sufrió una gran desgracia. Su madre cayó por la ventana ante sus ojos. Dicen que fue su padre quien provocó aquella caída. Tenía que conocerlos, vivían en el portal al lado de su casa. Desde entonces sufre ataques de ansiedad y no puede concentrarse en las tareas.
Un escalofrío recorre su cuerpo. Nunca imaginó que hubiera un niño tras aquella pared anónima. Y entonces se preguntó de nuevo que hubiera sucedido si alguna vez hubiera realizado esa llamada y no hubiera cometido ese pecado de omisión que ya nunca podrá perdonarse.
NOTA: Relato incluido en el libro de la autora Pecado de omisión (Huerga y Fierro editores/Poesía)
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Muchas gracias por publicarlo.