Era aquel un sendero de arena alejado del mar y de la tierra firme, por donde se arrastraba una babosa; una de esas que a menudo encontramos pegadas a un muro del jardín. De cómo el animalito había llegado hasta aquel entorno fuera de los límites de su seguridad vital…; bueno, este es un misterio como tantos otros. Pero estaba allí, deslizando su húmeda pancita por el árido espacio. ¿Un molusco de mar arrastrado a más de un kilómetro por alguna ola? ¿La metamorfosis de un limaco, consecuencia de algún experimento extraterrestre? ¿Un híbrido, mitad almeja-mitad no se sabe qué?... Cabía la posibilidad de que algún bañista hubiera transportado al animalito hasta aquel entorno fuera de los límites de su hábitatnatural, quizá por error (por ejemplo, si el bicho estaba en el interior de algún bolso playero). Lo cierto es que el molusco no identificado yacía en aquel trillo estéril y a duras penas se arrastraba, si bien marchaba como un digno soldado siempre hacia adelante, sin desistir en su empeño, férreo de espíritu, con alma de combatiente por la vida.
Era mediodía y el sol lanzaba raíles de punta sobre la superficie terrestre del área caribeña. La temperatura, treinta y tantos grados. El mar, a un kilómetro de la orilla, no llegaba a mantener la humedad del suelo arenoso donde yacía aquella especie de babosa desorientada. Un matorral de guizazos se erguía a dos metros del animalito; de ir en esa dirección, terminaría enganchado a una rama espinosa (vamos a pensar que al menos así moriría dignamente y no tieso sobre la arena, como vaina de haba seca). Un cangrejito de mar —que a la sazón salía de su cueva y se desplazaba con paso frenético hacia el punto en el que la babosa persistía en arrastrarse aún— tropezó con el ejemplar desconocido y desvió su marcha rumbo a la orilla. Entretanto, el suplicio del pequeño molusco duraba ya casi una hora, a paso lento, intensificando el contraste existente entre su agonía y el brillo de una concha que resplandecía a pocos centímetros de su angustiosa imagen (alcanzarla habría sido una gran oportunidad para perecer con galas de monarca, en cama de nácar).
¿Cómo resistía?
Misterio.
Algo de magia era imprescindible para poder sobrevivir. Algo de magia, sí…
Cuando, de repente, el agobiante sol se ocultó tras un nubarrón. El olor de la lluvia que estaba por caer se tornó intenso. Y el viento alzó diminutas crestas en el mar transformando la anterior apariencia del cristal inmóvil en otra mucho más fluida. Aquel viento con señales de tormenta mezclaba aromas de salitre y hierba. El hálito del mar tejía una urdimbre de plata en la atmósfera; así mismo, el sonido del cantar de pájaros y el aroma de la resina que brotaba de las casuarinas silvestres anunciaban que tampoco el monte se hallaba tan distante.
Entonces, la magia se cumplió cuando cayó la lluvia.
La babosa, cuyo cuerpecito comenzaba ya a ponerse rígido, quedó quieta. Un chaparrón comenzó a lanzar cubos de agua sobre la arena, que se tornó húmeda y compacta como la tierra. Así, la pequeña concha que anclaba a pocos centímetros del animalito, arrastrada por un hilo de agua que le sirvió de canal, llegó hasta el molusco. Y así, igual que un náufrago en medio de la tempestad, el pequeño ser, salido del milagro que fuera la canción de Madre-Natura, abordó su bien traída barcaza de socorro para continuar su rumbo hacia adelante, ya no como un soldado de artillería en medio de un ataque nuclear, sino como un Don Quijote a lomos de Rocinante arremetiendo su lanza contra molinos de viento, navegando en aquel riachuelo mágicamente construido por esta escritora que de moluscos en días de supervivencia y tormentas salvadoras algo recuerda.
©Rosa Marina González-Quevedo