Hay una concavidad en el interior de cada uno que aloja una mezcolanza de rabia y rencor. Suele constituir una opacidad indescifrable de la que no poseemos conciencia, ni notamos su presencia. Tan solo ante determinadas reacciones, que nos sorprenden a nosotros mismos y que autocensuramos, esa amalgama busca recodos para su descompresión.
La evacuación súbita de esas emociones, en determinadas circunstancias, nos espejea un ser malévolo que juzgamos sin piedad. Sin embargo, forman parte de nuestro bagaje vital, de ese trayecto cuya estela queremos que sea intachable, sin apercibirnos de que eso solo es posible a costa de negar y reprimir sentimientos humanos, fruto de interacciones en las que no siempre hemos sido objeto de un trato justo.
La rabia es una emoción intensa que cuando aparece difusa nos genera malestar, mas cuando identificamos a quién va dirigida puede resultarnos insoportable. Somos los jueces menos benignos con nosotros mismos.
Es fundamental entender que las emociones y los sentimientos surgen sin que hayan sido elegidos, y por tanto emergen ante estímulos o situaciones acontecidas. Si esa emoción es una rabia que devora, o aprendemos a identificar su origen y entenderla, constatando que la reacción emocional es legítima, o, por el contrario, podemos acabar reorientándola hacia nosotros mismos y provocarnos un daño constante.
La cólera que sin poder contener se expande como a escupitajos por doquier, tiene un origen. Éste constituye una experiencia de maltrato, no reconocimiento, injusticia. Hay personas más propensas a sentir la rabia que otras y la razón hay que buscarla en la experiencia que desde los primeros años esa persona ha tenido de sus relaciones primarias.
Podemos sentir inquina hacia los padres, los hijos, la pareja, sin que eso significa que haya que contenerla sin más. Es crucial comprender por qué surge la emoción, porque solo así, adquiriendo sentido podemos gestionarla sin que la volquemos iracundamente contra el otro, al que a su vez podríamos dañar mucho.
Es importante, además, ser conscientes de que no es lo único que sentimos hacia seres queridos -que es lo que se nos hace más intolerable- sino que junto a esa rabia hay sentimientos de amor, de cercanía, de complicidad. Solo desprendiéndonos de los mandatos morales que imponen lo que hay que sentir, podremos dejar que fluyan en nuestro interior una diversidad de emociones contradictorias sobre el mismo objeto, y analizarlas para entender si aquello que nos ha dañado proviene de nuestro objeto inmediato de rencor, o tal vez repetimos emociones intensas que no lo serían si la experiencia originaria hubiese sido otra.
El proceso de maduración consiste en aceptar lo que sentimos, metabolizarlo y constatar que somos capaces de actuar hacia las personas queridas sin volcar, como si fuesen una escupidera, la naturaleza de la emoción que de hecho no es proporcional al trato que hemos recibido.
Esta es una tarea incesante, nadie puede dejar nunca de ir de la introspección a los otros para proporcionar el trato que sí podemos decidir que merecen, o que a pesar de todo queremos dispensarles.
El mundo emocional es complejo, ya que no sobreviene mostrándose con transparencia, sino con la intensidad de unos sentimientos que podemos no entender al experimentarlos, e incluso sentirnos culpables por ellos.
A pesar de esto, lo maravilloso de lo emocional es que no imposta, sino que siempre nos alerta del sentir genuino que yace en nuestro interior, abriendo las puertas a esa introspección que nos lleva a comprender y a la desculpabilización, sin que por ello perdamos el contacto con lo que auténticamente sentimos.
La evacuación súbita de esas emociones, en determinadas circunstancias, nos espejea un ser malévolo que juzgamos sin piedad. Sin embargo, forman parte de nuestro bagaje vital, de ese trayecto cuya estela queremos que sea intachable, sin apercibirnos de que eso solo es posible a costa de negar y reprimir sentimientos humanos, fruto de interacciones en las que no siempre hemos sido objeto de un trato justo.
La rabia es una emoción intensa que cuando aparece difusa nos genera malestar, mas cuando identificamos a quién va dirigida puede resultarnos insoportable. Somos los jueces menos benignos con nosotros mismos.
Es fundamental entender que las emociones y los sentimientos surgen sin que hayan sido elegidos, y por tanto emergen ante estímulos o situaciones acontecidas. Si esa emoción es una rabia que devora, o aprendemos a identificar su origen y entenderla, constatando que la reacción emocional es legítima, o, por el contrario, podemos acabar reorientándola hacia nosotros mismos y provocarnos un daño constante.
La cólera que sin poder contener se expande como a escupitajos por doquier, tiene un origen. Éste constituye una experiencia de maltrato, no reconocimiento, injusticia. Hay personas más propensas a sentir la rabia que otras y la razón hay que buscarla en la experiencia que desde los primeros años esa persona ha tenido de sus relaciones primarias.
Podemos sentir inquina hacia los padres, los hijos, la pareja, sin que eso significa que haya que contenerla sin más. Es crucial comprender por qué surge la emoción, porque solo así, adquiriendo sentido podemos gestionarla sin que la volquemos iracundamente contra el otro, al que a su vez podríamos dañar mucho.
Es importante, además, ser conscientes de que no es lo único que sentimos hacia seres queridos -que es lo que se nos hace más intolerable- sino que junto a esa rabia hay sentimientos de amor, de cercanía, de complicidad. Solo desprendiéndonos de los mandatos morales que imponen lo que hay que sentir, podremos dejar que fluyan en nuestro interior una diversidad de emociones contradictorias sobre el mismo objeto, y analizarlas para entender si aquello que nos ha dañado proviene de nuestro objeto inmediato de rencor, o tal vez repetimos emociones intensas que no lo serían si la experiencia originaria hubiese sido otra.
El proceso de maduración consiste en aceptar lo que sentimos, metabolizarlo y constatar que somos capaces de actuar hacia las personas queridas sin volcar, como si fuesen una escupidera, la naturaleza de la emoción que de hecho no es proporcional al trato que hemos recibido.
Esta es una tarea incesante, nadie puede dejar nunca de ir de la introspección a los otros para proporcionar el trato que sí podemos decidir que merecen, o que a pesar de todo queremos dispensarles.
El mundo emocional es complejo, ya que no sobreviene mostrándose con transparencia, sino con la intensidad de unos sentimientos que podemos no entender al experimentarlos, e incluso sentirnos culpables por ellos.
A pesar de esto, lo maravilloso de lo emocional es que no imposta, sino que siempre nos alerta del sentir genuino que yace en nuestro interior, abriendo las puertas a esa introspección que nos lleva a comprender y a la desculpabilización, sin que por ello perdamos el contacto con lo que auténticamente sentimos.