El aprendiz de pintor bajó del auto justo en la parte alta del poblado, en su rostro se dibujaba la alegría de aquel hombre que no ha perdido la capacidad de asombrarse como un niño. Agradeció al dueño del auto y dio unos pasos, bajando unos pequeños escalones, mientras el auto arrancaba de nuevo y se marchaba. Llego hasta una balaustrada de cantera y se apoyó en ella, desde ahí divisaba el hermoso y pintoresco poblado, el aire templado daba en su rostro sellando aquella misma sonrisa que le había acompañado por horas. En su maletín las acuarelas perfeccionadas esperaban su momento de salir y en ellas impregnados algunos millones de recuerdos de cada ciudad, de cada ranchería por la que había transitado. ¿Qué le esperaba ahora? ¿Qué nuevo bagaje le tenía reparado esta pequeña ciudad colonial acunada entre los cerros? ¿Qué sorpresas estarían escondidas en las decenas de callejones que habría de recorrer desde ahora? No lo sabía y era el esa ignorancia lo que alimentaba su felicidad. Transcurrieron los minutos en aquel sitio, en el cielo el sol se ocultaba en una enorme nube, así como la sonrisa se diluía en el rostro nostálgico de aquel joven. No había una sola persona ya en el sitio, así que se dispuso a caminar, vio desde aquella altura las plazuelas del centro de la ciudad, allá debía dirigirse, allá tendería sus obras y les pondría un precio material para ganarse la vida. La sensación de caminar en un sueño, en un sitio que no puede estar inscrito en la realidad le llenaba, desandaba aquellos callejones que se multiplicaban, que se bifurcaban, que variaban del color al blanco y negro incesantemente. El silencio, la soledad, los ecos de sus pasos bajando escalinatas interminables, los rumores que escapaban de algunas casas así como el olor a pan recién horneado, todo armonizaba perfectamente con sus mejores sueños. Aquel cúmulo de emociones le embriagaba, perdía el suelo, su cabeza se iba muy lejos, estaba ensimismado.
Al fin fue a dar a una de las plazoletas principales, le decían San Fernando a aquel sitio. La plazoleta y cada calle del centro estaban abarrotadas de múltiples personajes que las transitaban, que descansaban en ellas, que comían, que escribían notas secretas, gente iba y venía, se estacionaba en las barracas a consumir alguna fritura o a adquirir un recuerdo de la ciudad, era un hervidero de personajes, de estatuas andantes, de tristones clowns, de mimos misteriosos, de juglares con laúd en mano y hazañas en la memoria, de artesanos y solitarios pintores, de parroquianos oníricos. Por allí buscó un sitio ideal, bajo una elegante marquesina de dos siglos de antigüedad, en el cual tender su nimia mercancía.
Apenas ganó unas monedas de algunos transeúntes que provenían del mundo real, de esas personas a las que llaman turistas, que presumen sus billetes por ciudades lejas en las cuales buscan sueños mejores a los propios. Tales monedas eran suficientes para disfrutar una cena y alquilar una cama caliente en un mesón del pueblo. La noche estaba cayendo, las lámparas de las calles se encendieron y pintaron de ámbar aquellos muros vetustos, para aquella hora los caminantes se multiplicaron, pero no se trataba de personas, sino de fantasmas que habían salido de los muros muy discretamente, eran seres que se creían vivos, que vestían con ropajes pasados de moda y andaban con cierto estilo… las calles eran iguales a cuando estuvieron en vida, aquello les daba la sensación de estar aún vivos. El aprendiz de pintor, estaba asombrado de aquel espectáculo, sonreía. Era el inicio del verano. Las primeras gotas de lluvia cayeron, eran gruesas gotas esporádicas. El joven se apresuró a guardar las acuarelas antes de que una lluvia robara el sostén de varios días. Afortunadamente lo hizo muy de prisa, ahora yacían guardadas en un maletín al que no entraría una sola gota de la peor de las tempestades. No pasó mucho tiempo para que la lluvia arreciará, entonces él se arrinconó contra el muro, sus pies eran empapados por la precipitación, pero su rostro y su maletín estaban a salvo. Des de ahí vio como decenas de personas corrían a refugiarse, dejando las calles solitarias en pocos minutos,aún los fantasmas huían despavoridos, sujetándose los elegantes sombreros de copa, las damas abriendo sus paraguas con feracidad. Pasaron las horas… vino a su mente de manera sutil el recuerdo de Beatriz, similar a la de Dante, a la de Sinclair, tan imposible como aquellas otras. Los recuerdos, las lecciones de acuarela, la mirada de Beatriz por aquellas tardes mil veces pintada en sus lienzos de papel. Podría ahora comparar aquellos días con todas sus realidades hechizantes a una acuarela magistralmente pintada y echada luego al río citadino de una noche lluviosa, todo venía a convertirse en una extraña seguridad de haber vivido algo pero ahora carente de sentido porque no existía más. Como la gente, la lluvia también se fue, los ríos se fueron a morir en las alcantarillas. Nadie más de carne y hueso volvió a salir aquella noche, sólo volvieron los fantasmas, los hombres y mujeres de las famosas leyendas, la llorona, el usurero y la condesa, y muchos otros. El aprendiz algo cansado se dirigió a un mesón sencillo donde bebió una cena caliente y donde consiguió una cama decente en la cual pasar aquella primera noche. A la mañana siguiente, ya descansado, salió a las calles en esa hora en que el sol cae con aplomo, con su rostro protegido debajo de un buen sombrero anduvo por las calles que parecían más reales, por donde turistas y comerciantes andaban con parsimonia. Y fue por una de las callejuelas de su paso que encontró una vivienda muy peculiar, era una tienda de arte, atiborrada de artesanías, de estatuillas de metal, de mármol o madera, así como pinturas de paisajes regionales elaboradas con óleo. Repasó con cuidado y asombro las repisas, los muros, los aparadores y aún los artículos que yacían sobre el suelo, miraba todo con embeleso. Mas su asombro vino a amplificarse cuando miró en la puerta de madera de aquel lugar una leyenda “Lecciones de pintura con acrílico”.
Fueron los días de la conversión de la acuarela al acrílico. Una vez, ya de tarde, sentado en las escalinatas del teatro observaba al mimo callejero que daba su nimio espectáculo, cuando se cruzo con la mirada de su futura esposa. Una mirada que duró unos segundos en sus pupilas y con ello se quedó grabada. No se llamaba Beatriz sino Carmen. No era un recuerdo sino una mujer real. No dibujó aquellos ojos en acuarelas de frágil tono sino en acrílicos intensos, llenó lienzos y muros, durante sus ratos de mayor fervor. Y un domingo, afuera del mismo teatro, se atrevió a obsequiarle un pequeño cuadro de aquellos ojos, que transformados por sus sueños eran estrellas, eran juegos de raros colores, eran animales astrales trepando por las venas, por los adentros. A partir de Carmen, era más frecuente su contacto con los fantasmas y eran más vívidos sus sueños, sus largas callejoneadas personales eran delirantes, le parecía que en todo sitio estaba aquella dama. Y en el taller de arte, sus primeros paisajes pueblerinos se transformaron en abstractos conceptos, en líneas incomprensibles para las mentes no absurdas, en difusos actos lúdicos de pinceles de mil colores. Y el amor, ese concepto raro que estaba construido a base de dulces remembranzas, tomaba cuerpo, solidez como de óleo que ha secado. Pasarían los días, las semanas, doña Carmen, como se hacía llamar, solía sorprenderlo en alguno de sus sitios y seguían el paseo juntos, ella afirmaba amar sus cuadros y también afirmaba haber visto a muchos fantasmas en aquellas callejas del centro. Nunca había una cita, simplemente se encontraban y pasaban la tarde contando largas historias y leyendas, bebiendo cafés y suaves licores en oscuros sitios, también alguna vez la llevó al taller ya cerrado e hizo un cuadro de aquella fina joven. Doña Carmen era joven pero poseía viejas usanzas, tradiciones de la familia, como ella decía, era obstinada en convertir al humilde artista en un un noble caballero, al menos en sus modos. ¿Te casarás conmigo Francisco Carlos? Aunque sea la último que haga. ¿Y si el mundo estuviese en contra? Entonces huiremos al mundo de los fantasmas. En su fina cara se dibujó una sonrisa encantadora y volteó la mirada hacia los árboles de la plaza, era la hora en que las aves se concentran en sus copas y se aprestan para su propio sueño, su canto hacía eco en las antiguas calles. El artista y la dama estaban tomados de la mano, ya anochecía, por la calle transitaban poetas solitarios, parejas de otros enamorados, niños picaros, artistas ambulantes cansados y ya se contemplaban algunos espíritus bien vestidos. Uno de estos, al pasar, sonrió a Carmen, ella respondió con una pequeña venia. Unos minutos después otro más hizo lo mismo, el pintor se sorprendió pero no dijo nada… A la mañana siguiente el pintor no se levantó de cama. Toda la noche había maldormido, abrumado por sueños y visiones, le había parecido que doña Carmen le había cuidado por lapsos. Tenía fiebre, una fiebre que no iba con el silbido de las aves matutinas. Así fueron varios días, de alimentos frugales, de visitas del doctor local y otros seres de poca importancia; pero él no mejoraba. ¿Te casarás conmigo Francisco Carlos? Aunque sea la último que haga. ¿Y si el mundo estuviese en contra? Entonces huiremos al mundo de los fantasmas. Búscame esta noche en la plaza de los Ángeles amor mío. ¿Había sido real aquella conversación, aquella visita de doña Carmen hasta su dormitorio? Ya era tarde cuando despertó después de dormir por horas, la fiebre había amainado pero sentía una terrible lasitud, una ataraxia incontenible. Se levantó y fue y preguntó si tuvo alguna visita mientras dormía. Una mujer joven de nombre Carmen señor, fue la única visita esta tarde. Volvió a su habitación lleno de brío, abrió la ventana y observó nubes en el cielo, sonrió. Se preparó tanto como le fue posible, aprovechando las nuevas fuerzas que habían surgido. Salió a vagar como en semanas anteriores, a mirar las estatuas vivientes y la caterva de personajes reales y feéricos. Así anduvo con parsimonia hasta dar con la placita que lleva por nombre los Ángeles. Ahí esperó por no poco tiempo, las calles se fueron quedando solas, la impaciencia empezaba a convertirse en fiebre. Por fin doña Carmen salió no supo de donde y se sentó a su lado. Qué bien que me has esperado querido. Vamos debemos ponernos en pie e ir por aquel callejón que va de subida, no tarda en iniciar la lluvia. Vaya, la fiebre comienza de nuevo. ¿Me amas? Como a nadie en la vida. Vamos. Caminaron de prisa, la lluvia en unos segundos se dejó venir con intensidad. Se vaticinan inundaciones, dijo ella. Anduvieron callejón arriba y después viraron a la izquierda. Debajo de aquel balcón estaremos seguros. El callejón era tan estrecho en esa parte que apenas cabían si se estrechaba uno contra otro. La fiebre crecía pero estaba feliz, comenzó a ver a los fantasmas andar con despreocupación, la veía a ella y sonreía, ella le devolvía la sonrisa con un encanto multiplicado. Se dieron un beso y desaparecieron. Nadie supo nada más.
En el taller sólo quedaron muchos cuadros de acuarela y acrílico, producto de gran paciencia y dedicación, pero sobre todo del gran amor por la vida, amor que se intensificó por aquellos días de doña Carmen. Los cuadros eran abstractos, líneas con aspectos de siluetas, flores moviéndose, universos estrechándose, entrañas fluyendo por paraísos, cosas invisibles había sido pintadas con maestría, esas cosas que nadan por nuestros adentros o sonidos que pronuncia el viento con sus silbidos. Y en el reverso, notas, poemas, los recuerdos de los frágiles días de la acuarela hasta los días en que el acrílico llegó con sus más permanentes colores. Aún hoy en día, queda uno de aquellos cuadros sin ser vendido, con la siguiente nota al reverso: ¡jamás! Un “sin ti” en mi corazón… Beatriz (doña Carmen).
Dedicado a mi amigo Francisco y a Guanajuato, mágica ciudad.
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Al fin fue a dar a una de las plazoletas principales, le decían San Fernando a aquel sitio. La plazoleta y cada calle del centro estaban abarrotadas de múltiples personajes que las transitaban, que descansaban en ellas, que comían, que escribían notas secretas, gente iba y venía, se estacionaba en las barracas a consumir alguna fritura o a adquirir un recuerdo de la ciudad, era un hervidero de personajes, de estatuas andantes, de tristones clowns, de mimos misteriosos, de juglares con laúd en mano y hazañas en la memoria, de artesanos y solitarios pintores, de parroquianos oníricos. Por allí buscó un sitio ideal, bajo una elegante marquesina de dos siglos de antigüedad, en el cual tender su nimia mercancía.
Apenas ganó unas monedas de algunos transeúntes que provenían del mundo real, de esas personas a las que llaman turistas, que presumen sus billetes por ciudades lejas en las cuales buscan sueños mejores a los propios. Tales monedas eran suficientes para disfrutar una cena y alquilar una cama caliente en un mesón del pueblo. La noche estaba cayendo, las lámparas de las calles se encendieron y pintaron de ámbar aquellos muros vetustos, para aquella hora los caminantes se multiplicaron, pero no se trataba de personas, sino de fantasmas que habían salido de los muros muy discretamente, eran seres que se creían vivos, que vestían con ropajes pasados de moda y andaban con cierto estilo… las calles eran iguales a cuando estuvieron en vida, aquello les daba la sensación de estar aún vivos. El aprendiz de pintor, estaba asombrado de aquel espectáculo, sonreía. Era el inicio del verano. Las primeras gotas de lluvia cayeron, eran gruesas gotas esporádicas. El joven se apresuró a guardar las acuarelas antes de que una lluvia robara el sostén de varios días. Afortunadamente lo hizo muy de prisa, ahora yacían guardadas en un maletín al que no entraría una sola gota de la peor de las tempestades. No pasó mucho tiempo para que la lluvia arreciará, entonces él se arrinconó contra el muro, sus pies eran empapados por la precipitación, pero su rostro y su maletín estaban a salvo. Des de ahí vio como decenas de personas corrían a refugiarse, dejando las calles solitarias en pocos minutos,aún los fantasmas huían despavoridos, sujetándose los elegantes sombreros de copa, las damas abriendo sus paraguas con feracidad. Pasaron las horas… vino a su mente de manera sutil el recuerdo de Beatriz, similar a la de Dante, a la de Sinclair, tan imposible como aquellas otras. Los recuerdos, las lecciones de acuarela, la mirada de Beatriz por aquellas tardes mil veces pintada en sus lienzos de papel. Podría ahora comparar aquellos días con todas sus realidades hechizantes a una acuarela magistralmente pintada y echada luego al río citadino de una noche lluviosa, todo venía a convertirse en una extraña seguridad de haber vivido algo pero ahora carente de sentido porque no existía más. Como la gente, la lluvia también se fue, los ríos se fueron a morir en las alcantarillas. Nadie más de carne y hueso volvió a salir aquella noche, sólo volvieron los fantasmas, los hombres y mujeres de las famosas leyendas, la llorona, el usurero y la condesa, y muchos otros. El aprendiz algo cansado se dirigió a un mesón sencillo donde bebió una cena caliente y donde consiguió una cama decente en la cual pasar aquella primera noche. A la mañana siguiente, ya descansado, salió a las calles en esa hora en que el sol cae con aplomo, con su rostro protegido debajo de un buen sombrero anduvo por las calles que parecían más reales, por donde turistas y comerciantes andaban con parsimonia. Y fue por una de las callejuelas de su paso que encontró una vivienda muy peculiar, era una tienda de arte, atiborrada de artesanías, de estatuillas de metal, de mármol o madera, así como pinturas de paisajes regionales elaboradas con óleo. Repasó con cuidado y asombro las repisas, los muros, los aparadores y aún los artículos que yacían sobre el suelo, miraba todo con embeleso. Mas su asombro vino a amplificarse cuando miró en la puerta de madera de aquel lugar una leyenda “Lecciones de pintura con acrílico”.
Fueron los días de la conversión de la acuarela al acrílico. Una vez, ya de tarde, sentado en las escalinatas del teatro observaba al mimo callejero que daba su nimio espectáculo, cuando se cruzo con la mirada de su futura esposa. Una mirada que duró unos segundos en sus pupilas y con ello se quedó grabada. No se llamaba Beatriz sino Carmen. No era un recuerdo sino una mujer real. No dibujó aquellos ojos en acuarelas de frágil tono sino en acrílicos intensos, llenó lienzos y muros, durante sus ratos de mayor fervor. Y un domingo, afuera del mismo teatro, se atrevió a obsequiarle un pequeño cuadro de aquellos ojos, que transformados por sus sueños eran estrellas, eran juegos de raros colores, eran animales astrales trepando por las venas, por los adentros. A partir de Carmen, era más frecuente su contacto con los fantasmas y eran más vívidos sus sueños, sus largas callejoneadas personales eran delirantes, le parecía que en todo sitio estaba aquella dama. Y en el taller de arte, sus primeros paisajes pueblerinos se transformaron en abstractos conceptos, en líneas incomprensibles para las mentes no absurdas, en difusos actos lúdicos de pinceles de mil colores. Y el amor, ese concepto raro que estaba construido a base de dulces remembranzas, tomaba cuerpo, solidez como de óleo que ha secado. Pasarían los días, las semanas, doña Carmen, como se hacía llamar, solía sorprenderlo en alguno de sus sitios y seguían el paseo juntos, ella afirmaba amar sus cuadros y también afirmaba haber visto a muchos fantasmas en aquellas callejas del centro. Nunca había una cita, simplemente se encontraban y pasaban la tarde contando largas historias y leyendas, bebiendo cafés y suaves licores en oscuros sitios, también alguna vez la llevó al taller ya cerrado e hizo un cuadro de aquella fina joven. Doña Carmen era joven pero poseía viejas usanzas, tradiciones de la familia, como ella decía, era obstinada en convertir al humilde artista en un un noble caballero, al menos en sus modos. ¿Te casarás conmigo Francisco Carlos? Aunque sea la último que haga. ¿Y si el mundo estuviese en contra? Entonces huiremos al mundo de los fantasmas. En su fina cara se dibujó una sonrisa encantadora y volteó la mirada hacia los árboles de la plaza, era la hora en que las aves se concentran en sus copas y se aprestan para su propio sueño, su canto hacía eco en las antiguas calles. El artista y la dama estaban tomados de la mano, ya anochecía, por la calle transitaban poetas solitarios, parejas de otros enamorados, niños picaros, artistas ambulantes cansados y ya se contemplaban algunos espíritus bien vestidos. Uno de estos, al pasar, sonrió a Carmen, ella respondió con una pequeña venia. Unos minutos después otro más hizo lo mismo, el pintor se sorprendió pero no dijo nada… A la mañana siguiente el pintor no se levantó de cama. Toda la noche había maldormido, abrumado por sueños y visiones, le había parecido que doña Carmen le había cuidado por lapsos. Tenía fiebre, una fiebre que no iba con el silbido de las aves matutinas. Así fueron varios días, de alimentos frugales, de visitas del doctor local y otros seres de poca importancia; pero él no mejoraba. ¿Te casarás conmigo Francisco Carlos? Aunque sea la último que haga. ¿Y si el mundo estuviese en contra? Entonces huiremos al mundo de los fantasmas. Búscame esta noche en la plaza de los Ángeles amor mío. ¿Había sido real aquella conversación, aquella visita de doña Carmen hasta su dormitorio? Ya era tarde cuando despertó después de dormir por horas, la fiebre había amainado pero sentía una terrible lasitud, una ataraxia incontenible. Se levantó y fue y preguntó si tuvo alguna visita mientras dormía. Una mujer joven de nombre Carmen señor, fue la única visita esta tarde. Volvió a su habitación lleno de brío, abrió la ventana y observó nubes en el cielo, sonrió. Se preparó tanto como le fue posible, aprovechando las nuevas fuerzas que habían surgido. Salió a vagar como en semanas anteriores, a mirar las estatuas vivientes y la caterva de personajes reales y feéricos. Así anduvo con parsimonia hasta dar con la placita que lleva por nombre los Ángeles. Ahí esperó por no poco tiempo, las calles se fueron quedando solas, la impaciencia empezaba a convertirse en fiebre. Por fin doña Carmen salió no supo de donde y se sentó a su lado. Qué bien que me has esperado querido. Vamos debemos ponernos en pie e ir por aquel callejón que va de subida, no tarda en iniciar la lluvia. Vaya, la fiebre comienza de nuevo. ¿Me amas? Como a nadie en la vida. Vamos. Caminaron de prisa, la lluvia en unos segundos se dejó venir con intensidad. Se vaticinan inundaciones, dijo ella. Anduvieron callejón arriba y después viraron a la izquierda. Debajo de aquel balcón estaremos seguros. El callejón era tan estrecho en esa parte que apenas cabían si se estrechaba uno contra otro. La fiebre crecía pero estaba feliz, comenzó a ver a los fantasmas andar con despreocupación, la veía a ella y sonreía, ella le devolvía la sonrisa con un encanto multiplicado. Se dieron un beso y desaparecieron. Nadie supo nada más.
En el taller sólo quedaron muchos cuadros de acuarela y acrílico, producto de gran paciencia y dedicación, pero sobre todo del gran amor por la vida, amor que se intensificó por aquellos días de doña Carmen. Los cuadros eran abstractos, líneas con aspectos de siluetas, flores moviéndose, universos estrechándose, entrañas fluyendo por paraísos, cosas invisibles había sido pintadas con maestría, esas cosas que nadan por nuestros adentros o sonidos que pronuncia el viento con sus silbidos. Y en el reverso, notas, poemas, los recuerdos de los frágiles días de la acuarela hasta los días en que el acrílico llegó con sus más permanentes colores. Aún hoy en día, queda uno de aquellos cuadros sin ser vendido, con la siguiente nota al reverso: ¡jamás! Un “sin ti” en mi corazón… Beatriz (doña Carmen).
Dedicado a mi amigo Francisco y a Guanajuato, mágica ciudad.
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