
Carlos abrió el frigorífico y pasó el dedo bajo la bandeja de los huevos donde se extendía un refregón de algo pegajoso. A continuación, se lavó las manos, volvió al frigorífico con una bayeta húmeda y un papel de cocina y lo limpió.
Carlos Lara siempre sabía cuál era su lugar, odiaba que las cosas no estuviesen en el suyo. En alguna ocasión había tenido que volver a casa para colocar el jarrón justo en el centro de la mesa, o enderezar el perchero a la derecha de la puerta principal. Incluso, había llegado al extremo de atravesar toda la ciudad para ello. Pero no era algo que le costase esfuerzo, al contrario, le pesaba más el hecho de no hacerlo. No entendía la gente que lo juzgaba a la ligera riéndose de esas pequeñeces, cuando para él eran cuestiones que se entrometían en su tranquilidad.
No se consideraba maniático de nada, todo lo contrario, sin embargo, esa frase la escuchaba todo el tiempo por parte de la gente que lo rodeaba. Él consideraba que su personalidad estaba marcada. Probarse una camisa durante horas delante de un espejo para comprobar que cada línea de la tela coincidía geométricamente. En una sola ocasión fue a un sastre para que le hiciera una. Al probársela terminada, le encontró tantos errores, en pequeños detalles que no encajaban en su lógica, que juró que nunca volvería a uno.
Carlos acabaría firmando su propio epitafio meses después con un mensaje bien claro: “Todos saben por qué estoy aquí, menos yo. Ninguno coincide en el motivo.”
Durante semanas, se pasaron sus imágenes en los grupos de Whatsapp de las personas del pueblo: entre amigos, familia, conocidos comentaban mil y una razones lógicas de aquello que le había causado la muerte. En ese caso, Carlos Lara se había adelantado, a todos ellos, escribiendo en el envoltorio de un bombón, sus últimas palabras. Aquellas que cuando su familia leyera, entenderían como sus últimas voluntades.
Pero no se intercambiaron todo tipo de hipótesis, sino también todo tipo de imágenes, desde la puerta de su bloque, a su vecindario, las vistas de su azotea, a alguna foto robada de alguna red social que él mismo había compartido previamente con mensajes escalofriantes en los que no faltaban los “pobrecito”, “qué pena”, “la vida” y algunas más extensas que siempre utilizaban el nombre de las divinidades más altas del cielo y del infierno.
Infierno era el que sin darse cuenta había estado viviendo en el trabajo. Todas esas manías adquirían allí mayores dimensiones, alrededor de sus compañeros. Siempre había sido metódico, preciso y ordenado en cada una de sus tareas, pero esperaba que todos los empleados que tenía a su cargo actuasen igual.
Cada mañana tenía los mismos hábitos al llegar a la oficina. Había establecido, inconscientemente, unas pautas, como ritual. Antes de empezar el día en su mesa, tocaba la montaña de papeles a la izquierda de su mesa. Iba a la cafetera en la sala común, se cargaba un café con leche cargado y se dirigía al despacho contando los pasos de dos en dos. Hasta que llegaba a su asiento. Con el paso del tiempo, creía que iba a terminar, pero la entrada del nuevo jefe a su departamento había aumentado sus niveles de presión y estrés semanal. Su perfeccionismo estaba siempre presente en cada una de las tareas que realizaba, por pequeña que fuese. Desde que Marc Moral había llegado siempre rechazaba los informes y se los devolvía para que le realizara las revisiones oportunas. Pero aquello no era lo que le había conducido al suicidio.
En su pueblo natal, Baeza, situado en la provincia de Jaén, se hablaba de que no era posible entender cómo podría haber elegido tener aquel final, mientras tenía un trabajo fijo en la gran capital. Nadie querría morir con un trabajo fijo, vivienda y una buena vida.
Nadie querría morir, mucho menos Carlos Lara. El destino, dicen, que puede ser muy cruel y que nunca sabemos qué nos tiene preparado. Unos hablaban de la cobardía que había tenido al hacer algo así, otros de la valentía. Otros muchos comentaban la pena que daba saber el final de la vida de un muchacho con una vida tan prometedora, otros tantos acerca de las injusticias divinas o infernales.
La verdad era que Carlos se sentía un poco fuera de lugar, aunque nunca se había parado a pensarlo hasta ese mismo día. Al salir del trabajo, después de un día más estresante de lo normal. Lo cual no era una cuestión vital. Cuando llegó a casa, después de haber reflexionado sobre todo esto, había perdido el sentido. No entendía el sentido de su existencia, para qué iba al trabajo, qué hacía en ese momento en casa o qué haría momentos después y a quién le importaría todo aquello. Como si hubiese sido uno de aquellos papeleos que solucionaba sobre su mesa, resolvió esa incertidumbre: nada. No veía nada. Mirase a donde mirase no veía nada. No es que lo viese el horizonte negro, es que no veía nada. Ni horizonte, ni negro, ni ventanas, ni puertas, ni nada de nada.
Pasó unos días en el mismo laberinto de la nada y del por qué. Lo bueno de que alguien te señale es que sea para bien. En aquella semana los minutos pasaron más lentos de lo normal, la gente lo miraba más de la cuenta y los dedos lo señalaban más de la cuenta. Aquella semana se iría y aún estando entre nosotros, ya no estaba aquí.
Sería en el momento de comer algo dulce cuando su cerebro reaccionase dibujando una puerta hasta entonces inexistente.
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Me encontraba en la parada del metro. Cuando un chico moreno, delgado, con barba recortada, ojos achinados y oscuros se acercó a mí a preguntarme si tenía algo dulce. Tenía un bombón de chocolate en el bolso, así que lo saqué y se lo di. Poco después, lo vi en el banco del lado escribiendo algo y dejándolo sobre la superficie. Minutos antes de que el tren se acercase vi una figura lanzarse contra él. Es todo lo que puedo decir, señor policía. Dígale a la familia que lo siento mucho.
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