Miguel Ángel era el dibujante de cómic de moda en la ciudad. Sus historietas estaban
expuestas en los escaparates de las mejores librerías y tiendas especializadas en este subgénero
literario.
Sin embargo, era uno de los protagonistas de su propia historia, de su particular
argumento, con un planteamiento clónico cada noche, con un nudo —tanto en los intestinos
como en el papel cartoné— pero sin un desenlace, todavía.
Antes de meterse en la cama, cada noche cogía, con el sentir del melancólico y el
anhelo del desesperado, un lápiz y trazaba los rasgos de la otra protagonista de su historia.
Su espíritu innovador en el mundo de la viñeta lo aturdía, lo abucheaba, lo maltrataba. Tan
solo él conocía —si es que la sabía— la razón por la que se había encaprichado de un sueño,
tan típico, tan tópico, tan ramplón. Envuelto por la oscura noche, Miguel Ángel continuaba
dibujando en un nuevo folio sobre su caballete. Unos ojos que lo escudriñaban, una nariz
que olía su aliento, unos labios que le compartían secretos; el The End de aquella historia, la
de ellos dos.
Solía hablar en sus cómics de amor, de sueños y de encuentros al cabo de los años,
en otro lugar, en otro mundo. Pretendía sanar sus lamentos con el rotulador negro cuando
era incapaz de resolverlo, cada noche, con el lápiz. Su público aumentaba, pero su vida se iba
a pique, página tras página.
Esa noche lloró con la amargura del loco, con la insolación mental del suicida, con el
derrumbe del perdedor. Se presentaba otro fin de semana solo, sin Ella, sin la otra
protagonista, el único personaje plausible para esa historia sin final. Ese fin de semana, sin
embargo, era diferente, especial, único: había decidido huir, irse a donde nadie lo encontrara,
evaporarse como una chapuza tras frotar una goma de borrar; a las doce de la noche se
mataría.
1 Comment
Add yoursReblogueó esto en Masticadores LaMalaVida.