Un relato que es recuerdo y testimonio de un momento y un lugar únicos.
La historia que nos presenta Conchi Ruiz Mínguez en esta novela es la historia misma de un lugar, el Sáhara, y un momento en su historia, narrado a partir de los propios recuerdos y vivencias de la autora. De lectura fácil y atrayente, los acontecimientos, detalles e incluso conocimientos de distintas tradiciones y costumbres se van sucediendo de manera interesante y, por momentos, hasta intrigante.
Sinopsis
En los años setenta del pasado siglo XX se produjeron una serie de acontecimientos en África Occidental que desembocaron en la pérdida de los territorios saharauis de dominio español en favor de Marruecos. Los desafortunados e incomprensibles tratados que dieron lugar al pacto entre Marruecos y Mauritania, consiguieron que el recién estrenado Gobierno Español, con Franco moribundo, se deshiciera deprisa y corriendo de esa patata caliente que habían heredado de sus antepasados, convirtiéndonos en el hazmerreír del resto de potencias europeas y americanas con importantes intereses en el territorio. Conchi es licenciada por la Facultad de Ciencias de la Educación y del Deporte de Melilla de la Universidad de Granada. Durante su estancia en el Aaiún se licenció en Periodismo y trabajó en Radio Sáhara, donde vivió muy de cerca todos y cada uno de los acontecimientos que se narran en esta obra.
Breve extracto
El primer contacto con el Sáhara fue la llegada al pequeño aeropuerto donde nos recibió el primer cálido viento que soplaba casi de siroco. Con el cartel de la fachada principal al fondo está una de mis hijas que pone cara de sorpresa mientras se sujeta la faldita escocesa. Desde allí nos trasladamos en un taxi que nos llevó a la residencia donde pasamos las primeras semanas.
Me adapté rápidamente, al principio en una especie de casa en donde lo más moderno era la puerta que daba a la calle sin aceras, el techo un gran agujero por donde entraba la luz del día y la oscuridad de la noche y algunas estrellas. No había luz eléctrica, teníamos velas, dos paredes separaban las estancias que servían de dormitorios con unas literas de hierro que amablemente nos habían puesto. Las cabras campeaban a sus anchas por ese asfalto de tierra y piedras y si salía a tirar la basura me seguían para comerse los papeles. La cabra era el animal indispensable para los saharauis para su alimentación y cuando envejecían las sacrificaban y les servía de alimento. Gracias a Dios, la iglesia de San Francisco de Asís estaba muy cerca.
Esa estancia en precario duró poco tiempo, hasta que el secretario general del Sáhara Occidental, el coronel Rodríguez de Viguri a un requerimiento mío, ya que fue él quien decidió nuestra estancia allí, nos dieron una casa que pertenecía al Gobierno. Con la nueva y bonita casa, la llegada de los muebles y todos los enseres, ya fue un agradable hogar cómodo y acogedor junto al cauce del río que en realidad no lo era, y que allí le llamaban la Saguía, el agua posiblemente corriera siglos atrás, pero era el lugar idóneo para que los niños y mayores practicaran algo parecido al fútbol. Rodríguez de Viguri se ganó nuestra estima y consideración. Luego, con el paso del tiempo, esa estima se convirtió en admiración y respeto a un gran militar y mejor persona.
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