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O QUIZÁS NO By María G. Vicent

Imagen tomada de Pinteres

Aquel era mi día de suerte. O por lo menos así lo sentía yo mientras comía con deleite la chocolatina que me había comprado mi madre a la salida del colegio. Comer chocolate no era demasiado importante si no fuera porque con aquellos aparatos que llevaba en la boca, por los cuales mi hermano me llamaba “ferramenta”, tenía casi prohibido comerlo.

Dedicada como estaba a chuparme concienzudamente los dedos, cuando entramos en el portal de nuestra casa, no presté demasiada atención a lo que le decía Marita, la portera, a mi madre. Sólo cuando terminé con los restos de chocolate que se repartían generosamente por toda mi mano, atendí a su conversación.

— Pero Doña Lourdes, es que viste muy extraño, y siendo joven como es, no se oye barullo en su casa, además, le he visto alguna vez con un instrumento de música muy raro. Le pregunté cómo se llamaba y me dijo algo parecido a “obús”

—Marita— respondió mi madre — querrá decir oboe ¿no?

—Pues eso, Doña Lourdes, un ooooboe de esos que dice usted, pero ya le digo, que yo no me fío un pelo. Como le dé por tocarlo todo el día, estamos apañados.

—No se preocupe mujer— respondió mi madre — que a los vecinos no nos vendrá mal un poco de buena música. Tengo los oídos destrozados por los ruidos a los que nos tiene acostumbrados el nene de la del quinto aporreando el piano.

Dicho esto, y antes de que Marita replicara de nuevo, nos dirigimos rápidamente al ascensor. Allí después de comprobar frente al espejo que no quedara ni un rastro de chocolate, me puse a pensar en aquel enigmático personaje.

Debía ser una persona muy especial —razoné. Había hecho salir a nuestra buena portera de su garito, cosa que no sucedía de habitual, ni siquiera cuando venía el lechero que era, en aquel momento, el objeto de sus amores.

A mí, que en aquella época estaba en lo que dan por llamar “la edad de la curiosidad” las palabras “extraño”, “rarísimo” y demás adjetivos, me habían despertado la imaginación. Y lo que se dice imaginación, pues a mí no me faltaba. Tan sólo con mirar los dibujos que formaban las baldosas del suelo, ya me había montado yo una historia de hadas y brujas. Así que llevada por una combinación entre curiosidad e imaginación, sentí la necesidad imperiosa de saber algo más sobre aquel joven que tocaba un extraño instrumento cuyo nombre ni Marita ni yo conseguíamos memorizar. Tenía que dedicar mis esfuerzos a localizar en qué piso vivía aquel extraño músico.

Aquellos días mis padres llegaron a pensar que me pasaba algo extraño. Mis paseos en torno a la puerta eran frecuentes y más de una vez me pillaron encaramada a la banqueta de la entrada atisbando por la mirilla el paso de mis vecinos por la escalera.

—Cariño, ¿qué haces subida a esa banqueta? —dijo mi madre una tarde que me encontró encima—. Miedo me das cuando empiezas a hacer esas cosas extrañas. ¡Anda, baja y vete a tu cuarto a estudiar, que falta te hace!

La expresión de extrañeza de mi madre, me hizo comprender que mis pesquisas debían ser más discretas. De lo contrario corría el riesgo de que me prohibieran acercarme a la puerta. De repente, se me ocurrió una idea magnífica. ¡El ascensor!

Nuestro viejo ascensor era de aquellos que parecían una jaula que descendía por el hueco de la escalera. De hierro y con adornos dorados en las puertas. Cuando subía y bajaba traqueteaba como una locomotora y por los huecos veías quien lo ocupaba. Esta fue la solución. Cada vez que estaba en casa y oía crujir su mecanismo abría la puerta lentamente para observar a través de las rejas de la caja del ascensor si se trataba de mi objetivo. ¡La de excusas para abrir la puerta que llegué a inventarme en aquel tiempo!

Pasé muchos días espiando a todos los vecinos y ya estaba empezando a perder la emoción y hasta casi la curiosidad, cuando mi paciencia se vio recompensada.

Un buen día en el momento que abría la puerta para irme al colegio casi me doy de bruces con un muchacho alto, de piel pálida y con una coleta de pelo claro, que le caía a lo largo de la espalda. En la mano llevaba un estuche alargado de piel negra que me llamó la atención. Pensé: “Es el extraño”.

—Hola preciosa —me dijo. Y sacando un llavín se dirigió hacia el piso que estaba enfrente del nuestro y que llevaba largo tiempo deshabitado.

Tengo que decir que me llevé tal sorpresa al comprobar que después de tanto espionaje lo tenía allí y que era nuestro vecino, que no supe que contestar y pasé corriendo por su lado sin esperar siquiera al ascensor.

Aquel encuentro avivó de nuevo mi curiosidad. Seguí con mi plan. Por el patio interior que separaba nuestras casas podía contemplar tranquilamente la suya. Las cortinas siempre estaban descorridas y en algunas ocasiones las ventanas abiertas.  Me pasaba los días asomada a aquel patio interior y contemplaba sus idas y venidas, pensando en qué momento descubriría la faceta extraña de mi vecino.

El casi siempre estaba sólo, pero yo alguna vez veía, con auténtica envidia, a una muchacha joven, que entraba en la casa con vaqueros ajustados y agitando una melena rizada. Los ojos de él brillaban con un brillo especial al contemplarla. El día que esto pasaba, las cortinas de la casa se cerraban y yo oía la risa cantarina de ella y sus pies descalzos recorrer el pasillo diciéndole a él cosas que yo no alcanzaba a comprender.

—Es croata —decía Marita a Doña Concha.

—¿Quién, el chico? —respondía ella

—No, él no, su novia. Y mire que se pasan juntos horas y horas. A saber lo que harán —decía Marita mirando al cielo como si alguien desde allí le pudiera dar la respuesta y no Doña Concha.

—¡Si es que esta juventud¡!—respondía Doña Concha.

Y yo que pasaba en aquel momento cerca, me preguntaba qué es lo que era malo, ser croata o ser joven, y no entendía de qué hablaban, así que fui como cada día a mi punto de observación.

Aquel día estaba sólo, y vi que tenía en la mano su estuche negro al que acarició con dulzura como si fuera un niño. Lo abrió y de su interior sacó un tubo largo y extraño que sostuvo entre sus manos. Lo tocaba con tanto cuidado que pensé por un momento si no sería de cristal. Después de mirarlo durante un rato lo aproximó a su boca. Al hacer el gesto levantó su mirada y se encontró con la mía.

Me había descubierto. Quise separarme de la ventana, cuando de repente, de aquel tubo empezaron a salir unos sonidos bellísimos, que poco a poco traspasaron el aire y se enredaron en mis manos, en mi pelo. Acariciaron mi piel y se convirtieron en pequeños puntos de luz que atraparon el azul de la tarde. No pude moverme, me sentí atrapada por aquella melodía. Fue entonces cuando los ojos se me pusieron en blanco y creo recordar que desde mi poca edad y mi escasa altura fue la primera vez que me enamoré.

Me acostaba y mientras veía a través de la ventana el cielo cuajado de estrellas cerraba los ojos y soñaba despierta. Soñaba que cuando tocaba su música era para mí y que cuando las notas se elevaban por el aire y cruzaban el patio convirtiéndose unas veces en risas y otras en llanto, también eran para mí. Y así envuelta en la música, transcurrieron muchas tardes de aquel largo otoño de mi casi perdida infancia.

Una tarde cuando había caído el sol, vi que la muchacha de pelo largo y mirada brillante entraba en la casa. De nuevo se corrieron las cortinas, pero aquel día no oí sus pies descalzos recorriendo el pasillo. Oía voces y no entendía nada. Me acerqué más a la ventana y sólo oí una frase muy clara:

—No eres nada sin la música. Tan solo un fracasado que ha perdido un sueño —decía la muchacha con un tono de voz en el que solo se percibía el rencor.

No oí la respuesta del muchacho. Una puerta se cerró con un golpe. Luego un silencio terrible que se rompió por un ruido seco que procedía del fondo del patio.

Me alejé triste y pensativa. Aquella tarde no se escuchó la música. Por la noche dormí inquieta, sin soñar. Al día siguiente, impaciente por saber qué había pasado me asome a la ventana. Allí estaba Marita, como todos los días, barriendo el patio interior.

—¿Qué haces? —le pregunté.

—Pues nada, hija, barriendo. Hoy he tenido algo más de trabajo. Parece que, a tu vecino, se le ha caído ese trasto, el oboe que dice tu madre y se ha destrozado. Una pena, aunque a él no le sirviera para nada.

—¿Por qué no le servía para nada? —le pregunté.

Marita puso cara de conspiradora y levantó la cabeza.

—¿Sabes? Doña Concha me dijo un día que el pobre muchacho tiene una mano inutilizada y que lo ha intentado todo para volver a tocar. Pero no lo ha conseguido. Decían que tenía una prometedora carrera.

Quise protestar y decirle que sí que tocaba, pero algo me dijo, que si le decía aquello podría pensar que me había vuelto loca.

Me senté sobre la cama, cerré los ojos y volví a escuchar la música. Pensé si todo aquello había sido un sueño. Me levanté y miré hacia las ventanas de mi vecino. Estaban cerradas y las cortinas corridas. La música del oboe seguía sonando en mis oídos y fue cuando comprendí que aquella música solo había sonado para mí. Sentí que algo me dolía en el corazón. No supe cómo darle nombre en aquel momento. Luego supe que aquel “algo” que sentí se llamaba nostalgia.

No volví a ver a mi vecino, ni supe cuando se fue ni qué había sido de él. Pasaron los años y volví a oír el sonido de un oboe en otras ocasiones. No recuerdo si me gustó mucho o poco su sonido. Lo que sí recuerdo es que nunca conseguí que la música se enredara de nuevo entre mis manos y en mi pelo y se convirtiera en puntos de luz que atrapaban el color de la tarde.

Como sucedió, o quizá no, en aquellos días de otoño.

blog: https://temiromemiras.wordpress.com

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