
Hace mucho leí que los recuerdos van cambiando con el tiempo; era un artículo de tipo científico;que explicaba claramente cómo el cerebro cambiaba los recuerdos con el paso de los días, meses, años; incluso, tal cambio se atribuía a proteínas específicas, que son en realidad las que almacenan esos recuerdos. La verdad es que leí el artículo tres veces y aún creo que el fenómeno de recordar es, simplemente, un milagro más en post de la supervivencia humana. (¡Qué sería de nosotros sin recuerdos!)
De todos modos, hoy pensé mucho en ello. Abrí una caja y allí estaba ella; una enorme araña de plástico que me aterrorizaba cuando era pequeño. Efectivamente mi recuerdo había cambiado muchísimo.
Cuando era pequeño, la pequeña araña era en mi recuerdo mucho más grande: tenía ocho patas y no siete y sus quelíceros eran mucho mayores. En aquel entonces hubiera jurado que sus ojos brillaban en la oscuridad. Seguramente el miedo , la aversión que sentía por ella, hacían que la viese en aquel momento de forma aterradora. Y que mi padre me la regalase sobre una manzana que me ofreció en un plato no había ayudado mucho.
Mi padre tenía la costumbre de inventar juegos para que lo cotidiano fuese muy divertido. La araña no fue en aquel momento de lo más divertido, aunque quizás fuera, con el paso del tiempo. Él trabajaba mucho en un restaurante; era camarero y tenía unos horarios que le hacían muy difícil pasar tiempo con nosotros, mis dos hermanas y yo. Por esa razón, siempre que tenía un momento lo dedicaba a jugar con nosotros. Mi hermana pequeña podía pasar días sin verle, pero él le dejaba todas las noches un nudo en la sábana para que ella supiera que había estado a su lado mientras dormía. En fin,nunca tuvimos la sensación de carencia ninguna a este respecto, pues mi padre nos daba un tiempo de calidad, ya que no podía dárnoslo de cantidad.
Un día de verano nos levantamos pronto; a mi personalmente me despertó el cuchicheo en la cocina; no pude entender ni una palabra, pero sabía que eran papá y mamá.
Fuimos rápidamente a saludar y, sobre todo, a desayunar… Mamá estaba diluyendo leche en agua y papá leía el periódico con extraña avidez; mi hermana mayor fue la primera en darse cuenta que no olía a tostadas como todos los días. Entonces al preguntar por el pan, mi madre dirigió la pregunta a mi padre con la mirada.
- Bueno - dijo él-, Vamos todos a jugar a un juego: he escondido unas monedas en las cazadoras; el que las encuentre tendrá doble ración de tostadas.
Inmediatamente los cinco nos pusimos a buscar. Tuvimos que revolver bien los armarios pues llevábamos tiempo sin usar los abrigos. Después de un buen rato, mi hermana pequeña, con una enorme sonrisa localizó tres monedas en la cazadora de mi padre, en la negra de cuero que hacía mucho tiempo que no se ponía.
Mi madre se tapó la boca con la mano. Creí que era para cubrirse la risa, pero en realidad era porque estaba llorando. Esperé en el baño a que mi padre se fuera con mis hermanas a gastar esas monedas en el pan para desayunar. A estas alturas ya sabía que algo no iba bien y quería preguntarle a mi madre a solas. Pero después de varias respuestas evasivas mi madre echó nuevamente a llorar: a mi padre le habían despedido sin pagarle el finiquito y no teníamos más que las monedas que había en la cazadora que, según mi madre ni siquiera sabían si las encontraríamos. Mi padre había inventado el juego para no preocuparnos; él no solo quería vernos felices siempre, sino que también era un hombre de gran fe y estaba seguro que en algún bolsillo estarían las monedas necesarias para comprar el pan.
En ese momento comprendí el por qué mi madre echaba esa mañana agua a la leche, cosa que no le había visto hacer nunca.
Una amiga suya vendría al mediodía con comida para ayudarnos.
Mi padre volvió con mis hermanas. Supongo que estaba enfadado y dolido, pero hizo todo lo posible para que no nos diésemos cuenta de la situación. Desayunamos en silencio.
Pasaron unos cuantos días hasta que mi padre encontró un nuevo trabajo. Durante todo ese tiempo no dejó de sonreír, hasta tal punto que hubo momentos en los que deseé que no encontrase nada .
Volvieron los nudos en la cama de mi hermana pequeña y la leche sin rebajar.
Para mí fue una época de aprendizaje y, sobre todo, de admiración por lo que mi padre había hecho. En una situación tan triste, él inventó un juego para que nosotros no sufriéramos. Mis hermanas supieron la realidad mucho tiempo después, poco antes de que él se marchase perdiendo la lucha contra una enfermedad tan horrible como lo es el cáncer.
Mi padre usaba el juego como método principal de enseñanza, decía que aprendemos más de todo aquello que logra emocionarnos. Ojalá se nos enseñase todo desde la emoción y el amor. Cada día que pasa estos recuerdos se hacen más y más grandes.
Ahora jugueteo en mis manos con la araña que tanto miedo me daba, parece distinta, pequeña, inofensiva. Acaricio con mi dedo sus quelíceros sin miedo, en mi recuerdo de niño su parecido a un arácnido verdadero era extraordinario, no como ahora, que su material plástico la hace del todo inverosímil. Los recuerdos cambian con nosotros, algunos, como el de la araña, me dicen que he crecido, otros como el juego de papá, me dicen que he crecido rodeado de amor.
Ahora soy yo el padre e intento aplicar aquello que aprendí en tantas y tantas lecciones de amor. Llegaré a casa cuando mi hijo Hugo ya estará durmiendo, le contaré el juego del nudo en su sábana; así sabrá que estuve a su lado y que le he dado un beso.
1 Comments
Precioso relato que nos demuestra la importancia de las pequeñas cosas en la relación con nuestr@s hij@s. Ahí está la grandeza de la educación, en el amor incondicional que los más mínimos gestos demuestran y que son los que verdaderamente perdurarán con el tiempo.
Gracias por regalarnos con el tuyo Marcelo.