Artículo publicado en PW Español by PW
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Cuando se cumplen 100 años del nacimiento de la escritora norteamericana Patricia Highsmith, Pat para los amigos, regresamos con fuerza a un mundo de suspense que en realidad nadie había logrado olvidar. Sus novelas, brillantes y peligrosas como arenas movedizas, fueron celebradas por sus miles de lectores casi desde el principio, y el cine, enamorado de sus historias de narrativa cortante y complejidad sicológica, no tuvo más remedio que rendirse a sus pies, inmortalizando su mundo en fotogramas hoy míticos. La joven Patricia tenía todo lo que una mente asesina debe tener: abandono, inteligencia, desarraigo, obsesiones enfermizas, heridas de infancia, ambigua identidad, belleza. Su biografía singular alimenta a la mujer, y ésta al monstruo literario, dedicado a manipular fríamente la propia vida para poder construir un mundo en papel. Cuenta Richard Bradford en su recién publicada biografía titulada Devils, Lusts and Strange Desires que la escritora hizo todo lo posible por arruinar la vida de sus muchos amantes con el fin de generar ideas para tramas. “Siempre que su vida emocional parecía estar asentada, había parejas amables como la impasible Doris y la elegante Caroline que solo querían lo mejor para ella, hacía algo espantoso para garantizar el máximo caos. Hubo intentos de suicidio, ménage à trois, inquietos revoloteos de casa en casa y afirmaciones jactanciosas sobre tener relaciones sexuales con diez mujeres diferentes en un solo día. Gran parte de eso fue directamente a sus novelas”.
Abandonada por su padre antes de nacer, su madre, tras intentar abortar ingiriendo trementina, renuncia a la primera etapa de vida de la pequeña Patricia, que es criada por su abuela en Texas. Con apenas seis años, y una ya clarísima obsesión por una madre huidiza y ajena, se marcha a vivir con ésta y su padrastro a Nueva York. La cuidad magnífica, compleja y terriblemente simbólica de lo que será el final del siglo XX, se alza en torno a una adolescente creativa, inadaptada y problemática que solo encuentra una salida a sus profundas heridas: escribir.
En el 2011 la biógrafa Joan Schenkar tiene acceso a los 38 cuadernos y 18 diarios que había dejado la escritora en el armario de la ropa blanca y que se publicarán por primera vez en español en el plazo de un año. En esas más de ocho mil páginas se encuentran las anotaciones y claves sobre las obsesiones de la escritora: una compleja relación con su madre, sus problemas con el alcohol y la comida, sus amantes. De hecho, como si se tratase de un personaje tópico que siguiese el perfil de un asesino en serie, la novelista se entretenía en elaborar minuciosos listados de sus múltiples amantes femeninas en los que registraba edad, color del pelo (rubias en su mayoría), constitución, profesión, tipo psicológico, duración de la relación, motivo de la ruptura y finalmente, una puntuación de cada relación en una escala de cien puntos.
Estos diarios darán la vuelta al mundo acompañando a la escritora, incansable viajera y como la propia vida de la Highsmith terminarán en Berna, donde ésta se retiró a mediados de los 80. A su muerte, en 1995, fueron depositados en el Archivo Literario Suizo junto con su correspondencia personal. La razón de que terminaran allí en vez de en la Biblioteca Harry Ransom en su Texas natal tal vez se encuentre en el hecho de que la escritora siempre se sintió más apreciada en Europa. Aquí fue tratada y reconocida como una escritora «psicológica» seria y compleja, mientras que en Estados Unidos solían calificarla como “escritora de entretenimiento”, una mera autora de libros de suspense. A esto habría que añadir dos detalles que la infantilizada sociedad norteamericana, sobrealimentada por un cine que metaboliza la sofisticación en acción, no pudo digerir jamás de sus historias: la impunidad de sus asesinos y el sexo cruel y ambiguo que subyace en cada uno de sus libros. En manipular narrativamente ambos elementos, Patricia Highsmith era una auténtica experta.
En ese ámbito los problemas no tardaron en llegar. Cuando intentó publicar su segunda novela, El precio de la sal, una historia de amor lésbico en la Nueva York de principios de los años 50, su agente literario le aconsejó que lo hiciera bajo seudónimo, y así fue como nació Claire Morgan. En esta novela, la joven Patricia descubría su sexualidad de una manera abierta, perfecta y brutal, donde la pasión por las mujeres, el amor y la tortura emocional formaban una unidad inquebrantable. Tal vez debido a ese fiero sabor autobiográfico se mantuvo escondida tras esa Claire Morgan y no reconoció la autoría del texto hasta muchos años después, en 1989, en el prólogo que escribió para la edición londinense, aunque cambiando aquel título de reminiscencias bíblicas por otro más neutral. La novela pasó a llamarse “Carol” en honor al personaje principal. Ese título se perpetuará hasta hoy con la adaptación cinematográfica de la novela en el puritano Hollywood de nuestro siglo.
A medida que maduraba su manera de escribir se consolidaba una mirada inconfundible donde la salvación nunca es posible, pues en ella la inocencia es brutal y la sofisticación también. Afirmaba The Observer que “Patricia Highsmith escribe acerca de los hombres como escribiría una araña acerca de las moscas” y tal vez sus historias muestren esta perspectiva. No cabe duda de que leer a la Highsmith no deja a nadie impasible, pues obliga al lector a percibir la sonrisa de una mente compleja que se divierte arrancando al ser humano su costra aparentemente civilizada para dejarlo en carne viva en medio de una sociedad corrupta e hipócrita. Este, entonces, asomado al abismo donde la escritora lo acorrala, no tiene más remedio que recurrir a su naturaleza más básica: la crueldad como único método de salvación o de supervivencia.