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Lunas de Lantano —10 by Félix Molina

10.Un tacto oscuro entre mi ser y el mundo

Hay puntos donde la omnisciencia hace aguas. Yo me recuerdo alabándola, en mis lecturas de niño y joven, con Galdós y Clarín delante de mis primeras lentes. Y luego defendiéndola en el aula, a expensas de la crítica cruel de cualquier pollo que había aventado un par de cuentos, más teólogo que filólogo.

            —Pero un narrador omnisciente, profesor, no conlleva la perfección de la divinidad. Hay olvidos, desacuerdos, omisiones, imperfecciones…

            —¿Y no las hay también en la divinidad, Lozano?

Risas.

Donde no llega la omnisciencia, pues, sí llega la ciencia. Así que realicé el simulacro de un desayuno que se tragó la taza del váter —es difícil que Antonio y Antonia piensen que soy un espíritu porque no desayuno, pero nunca se sabe— y me desmaterialicé en los laboratorios de Homicidios. Nostalgia de las dietas que nos pagaban a los catedráticos para movernos por todo el país.

Los muchachos estaban haciendo un buen trabajo. Leí informes sobre las huellas del cuchillo criminal, que eran tantas como empuñadores del corte de las tartas en las puntuales celebraciones de cumpleaños de los becados. Por otra parte, no se podía saber si ese era el cuchillo original (el de la dotación para el módulo, quiero decir) u otro cualquiera que los encargados de la limpieza habían dejado allí horas antes del hecho, al echarlo en falta.

La contusión del cuchillo, tal y como se reflejaba en la piel y tejidos del cuerpo, era similar a las de un cañón tocante en las armas de fuego —decía un informador audaz, un vallejiano de la criminología—, de modo que la lesión —practicada con la fuerza exacta necesaria para que el cuchillo se abriese paso entre la carne— contaba con muchas estrías y desgarramientos en torno a la herida, a modo de boca de mina, pero sin el ennegrecimiento. De todos modos, lo acaecido no era incompatible con el suicidio, con la interfecta forzando el decúbito prono sobre el arma, aunque marcas muy ligeras en dorso del cuello y omóplatos puedan sugerir el empuje de un actor homicida hacia el cuchillo, apoyado en la mesa y sujeto por una mano no aislada en las periciales dactilográficas.

¿Suicida una muchacha que se lanza como poeta —poetisa que decíamos ayer— y está a punto de colocar un cuarto de millón de ejemplares de su primer libro?

Dejé las máquinas procesando los ADN de media docenas de literatos, el personal de oficio y la víctima (todavía era muy pronto para los resultados) y me hice ver por un parquecito muy ameno, cerca del laboratorio. Seguí repasando las páginas del ejemplar de Flor vulnerada cedido por Rosa Menuda (no quería yo dejar atrás mi deducción filológica). En el reverso de una falsa página de cortesía, que extrañamente la cuidadosa editorial había colocado tras todas las del libro, una mano que no era la de las anotaciones nerviosas de la argentina había escrito en letra mayúscula:

¿QUÉ MÁS QUIERES? ¿QUÉ PRETENDES?

En esas estaba, de grafólogo, intentando buscar otras caligrafías entre las anotaciones del libro, cuando una chiquilla de no más de nueve años que buscaba florecitas en el parque se fijó para su espanto en mis pies. Bueno, en su ausencia. Me vine a acordar de la escena en la laguna del Frankenstein de James Whale.

—Toma, ¿quieres de este color?

Y le di un ramito de lilas y un caramelo de piñones, intentando que apartara la vista de mis plantas ausentes.

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