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Difusa: Una decisión a tiempo (final) by Paula C. Monreal

Hay partidas que no tienen retorno, la mía lo tuvo. Volví cansada y con los efectos que deja la ruptura del que crees va a ser el amor de tu vida. Volví con la convicción de que ese amor de tu vida no puede ser veintitantos años mayor que tú cuando tienes veintitrés, aunque te abra las puertas a un mundo que nunca hubiese existido. Volví con la necesidad de esconderme bajo las sábanas planchadas con olor a infancia. Con el deseo de volver al silencio y encontrar la paz que no hallé en el campo. Deseaba olvidarme de ella. Cuando mi madre me abrió la puerta llevaba una camisa sin planchar y ya no era yo.

            Me presenté en su casa con la maleta blanca que me había prestado mi madre después de interpretar varias escenas de intento de suicidio porque su hija mayor se marchaba con veintiun años a vivir con una mujer que le doblaba la edad. No le importó que yo estuviese enamorada, solo le importó que tenía la misma edad que ella y que era una mujer. Para mi padre que atravesaba la habitación a grandes zancadas y gritando palabras que por aquellos días yo no sabía su significado, fue una decepción más. Desde entonces nunca supo cómo nombrarme: de Pili pasó a Pilar, pero la mayoría de las veces era «oye» si se dirigía a mí, o «esa» si le hablaba a alguien de mí. Me fui a vivir con ella sin que ella me lo propusiera, practicábamos Doma Clásica, ella del equipo olímpico, yo, su aprendiz. Estaba enloquecida, me sentía capaz de todo, rodeada de libertad, en medio del campo y del cielo. La amaba, a ella y a los prados verdes y despertares con el sonido de los relinchos. Mi corazón y mi cabeza solo para ella. Aprendí a relinchar.  Aparecíamos en las cuadras con el pijama puesto y repartíamos el heno a los caballos que pateaban y rechinaban los dientes de pura alegría. Desayunábamos en la cama y leíamos o veíamos vídeos de caballos hasta que nos dolían los ojos. Nos amábamos. Montábamos a caballo y nos reíamos, y sin estirar las sábanas, nos volvíamos a acostar. La casa se llenaba de polvo y barro sin que nos importase. A veces eran los propios caballos los que entraban a despertarnos; la puerta siempre estaba abierta. Compró un camión para recorrer Europa, íbamos de concurso en concurso. Ella con los mejores caballos que existían en aquel momento, yo, con los potros. El camión no era muy grande: tres boxes para los caballos y una cabina con una cama inmensa donde nos acostábamos después de varias horas de viaje. Solo conducía ella.  Aparcábamos en las áreas de descanso o en las gasolineras y nos lavábamos en cualquier aseo que encontrásemos. No teníamos horario y nunca estirábamos las sábanas. Mi madre, escandalizada, me decía que llevaba una vida de feriante, aunque a sus amigas les contaba que nos quedábamos en los mejores hoteles y que su hija pertenecía al equipo olímpico. Cuando terminamos de viajar ella volvió a sus clases y yo comencé a trabajar con mi padre. Cuando nos despedimos aquel día supimos que ya no teníamos más que darnos. Ella encontró otra novia de su edad y yo regresé con la maleta blanca —que cerraba con un cinturón— vacía. Dejé con ella la inocencia y el derroche de amor. Me traje unas cuantas arrugas prematuras por la vida en el campo, y la seguridad de lo que significaba ser libre, de sentirme única y poderosa. Toda la familia cambió después del viaje; nuestras miradas tuvieron que acostumbrarse a los nuevos ojos con los que nos mirábamos. Anduvimos con tiento aquellos días de descubrimiento. Nos fuimos reconociendo a través de los silencios. Aquellos años hicieron que nos tanteásemos como si acabásemos de conocernos.

            Después de un tiempo volví a marcharme, esta vez para siempre, pero para entonces todos estábamos inmunizados, cada uno recuperamos nuestra vida. Y yo continúo siendo Pilar.

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