
la escritura
Desde los tiempos de la oralidad poética, —nos situamos en la Grecia clásica —ya surgían formas retóricas para atribuir a las cosas, a los objetos, propiedades no siempre equivalentes, pero del todo apropiadas. Nos referimos, por ejemplo, a las metáforas. En ellas la mar se convertía en “lágrimas”; a los planetas se les llamaba “perros de Perséfone”, la reina del Hades, o mundo de los muertos; las Osas eran consideradas como “las manos de Rea”, hija de Urano y Gea, esposa de Cronos y madre, entre otros de Zeus y, tal vez, la nodriza del niño-Dios Dioniso; finalmente la Pléyade, las siete hijas del titán Atlas y la ninfa marina Pléyone, era denominada la “lira de las Musas”.
Eran tiempos en los que para explicar las formas incorpóreas y los primeros principios algunos pensadores y filósofos griegos no podían hacerlo mediante las palabras y por ello se dedicaron a la demostración gracias a los números. Grandes devotos de esta práctica fueron, según los estudiosos modernos, los seguidores de Pitágoras. A la importancia de las palabras y los números le añadieron el canto, la música, lo que les permitió “escuchar la armonía del universo”.
Buena parte de la mejor y más excelente escritura moderna pretende, también, y en la medida de lo posible, reflejar “el deseado (y tan maltratado por el ser humano) equilibrio de la naturaleza”. Por poner unos sencillos ejemplos del siglo XX: La Rama Dorada de J. G. Frazer; Memoria de la Melancolía de María Teresa León; “Teoría y juego del duende” de Federico García Lorca; Rayuela de Julio Cortázar; Claros del bosque de María Zambrano; los Esperpentos de Ramon María del Valle-Inclán.
Valentí Gómez i Oliver