Cada persona tiene su propio ritual para poder dormir. Algunos rezan, otros, leen y, los de menos, cuentan ovinos que, con un gusto especial por el escapismo, saltan vallas por el mero placer de hacerlo. Él ni creía en ningún Dios, ni tenía afición por contar, ni, mucho menos, por la lectura. Le agotaba demasiado. Lo que le gustaba hacer era apagar todas y cada una de las luces de casa. Con el pijama enfundado sobre su cuerpo, destapaba la cama dejando desnudo un lado del colchón, se daba la vuelta, encendía una vela y visitaba las habitaciones. Se aseguraba de que la luz de la cocina estuviera apagada. Se dirigía al cuarto de baño y, tras pulsar el interruptor, dejaba a su reflejo sumido en sombras sobre el cristal. Hacía lo mismo con el salón, el pasillo, subía las escaleras y, tras adentrarse en su dormitorio, y sumergirse en su cama, se aseguraba, por segunda vez, que la lámpara de la mesita estaba desconectada. “Una moneda no gastada es una moneda ahorrada” pensaba mientras que, con una sonrisa en el rostro, el sueño le atrapaba.
Así, cada día. Así, cada mes. Así, cada año. Hasta que una noche que comenzó como todas las demás, algo le despertó. Fue un guiño, un parpadeo que se deslizó por la habitación. Abrió los ojos y vio como un resquicio de luz se asomaba por debajo de la puerta. Se incorporó y se apartó el escaso cabello que poblaba su cabeza.
—¿Me he dejado la luz encendida? No puede ser. No lo he hecho desde… Nunca.
Se levantó con un crujir de rodillas, abrió el primer cajón de la mesita y, entre varios mecheros, cogió el segundo que se encontró. Le gustaba tentar a la suerte. El encendedor se prendió al tercer intento, la piedra estaba tan gastada como sus rodillas. Alimentó la vela, la levantó y, con una llama danzando alrededor de su rostro, agarró las llaves de casa y dio cuatro pasos hasta llegar a la puerta. Allí agarró el pomo. Estaba frío, casi helado. Lo giró, y empujó. Tuvo que parpadear cinco veces al salir de su cuarto. La luz estaba apagada. La del pasillo de abajo, sin embargo, brillaba. Descendió las escaleras con la cera de la vela goteando a cada paso. Llegó al descansillo y tomó aire. Estaba agotado. No sabría si sería capaz de llegar hasta abajo. Dejó atrás varios escalones más y vio que, el pasillo, también estaba a oscuras. Era el cuarto de baño el que estaba iluminado. El sudor, igual que si fuera cera derretida, se le acumuló sobre el cuello de la camisa. “Por dejarme una luz una vez, no pasará nada” pensó, pero estaba tan habituado a hacerlo, que se dirigió al baño sin darse cuenta. Somos animales de costumbres. Somos animales. Allí la bombilla parpadeaba como si fuera un faro girando sobre sí mismo. Accionó el interruptor. La luz no se apagó. Lo hizo otra vez. La bombilla siguió encendida. Deslizó seis veces sus dedos por aquel interruptor y siempre obtuvo el mismo resultado: ninguno. Al sexto intento, tocaron en la puerta de la calle. Una vez, otra, otra más, así hasta en siete ocasiones. Miró el reloj. Era tarde, muy tarde. Agarró las llaves con fuerza, accionó el grifo para lavarse la cara y, con el agua corriendo por sus mejillas, se incorporó. Las llaves, al verse en el espejo, se le cayeron de las manos: su reflejo le sonreía desde el cristal. Tenía la boca abierta de lado a lado y solo se veían dientes y más dientes. Más de los que podría llegar a contar. El reflejo se movió. Él se quedo quieto. Su yo del espejo recogió las llaves del suelo, se giró y fue hacia la puerta de la calle. Él se dio la vuelta también. Tras él todo estaba oscuro. En el espejo se veía una fina luz arrastrándose tras la puerta. Quiso coger la vela y salir corriendo. No pudo moverse. Estaba paralizado por el miedo. El reflejo alcanzó la entrada e introdujo la llave en la cerradura. La giró y la puerta cedió. La casa se llenó de luz, las ventanas parpadearon y las bombillas tintinearon. Después, volvió la oscuridad. Levantó la vela a la altura de sus hombros y esta apenas iluminaba unos centímetros. Lo suficiente para ver como dos llamas se acercaban por el pasillo. Se detuvieron a su lado.
—¿Has rezado tus oraciones antes de irte a la cama? —dijeron aquellas luces que olían a carne quemada—. ¿No? Pues deberías haber elegido mejor tu ritual para dormir.
La vela se apagó. Las dos llamas se apagaron y, en aquella casa, nunca volvió a verse una luz en la oscuridad.
Fer Alvarado
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