Los gatos de Walasse
Vestido con un lindo pijama azul con rayas blancas muy finas, en el que estoy orgullosamente incómodo, bebí dos cervezas. Ahora disfruto el cigarro sentado de lado en la mesa de la cocina con las piernas cruzadas. En la otra habitación María, de pelo negro y cuerpo de piedra y pan, tumbada en el sofá, está frente al televisor encendido. Un imperceptible murmullo de voces llega hasta aquí.
Estoy cegado por todo el blanco en la cocina. Paredes blancas, luz blanca, muebles blancos. En la pared detrás de mí, la monotonía se rompe con un gran cuadro de Walasse Ting que representa a tres gatos de color púrpura entre flores de colores. No me doy la vuelta para mirarlo. Lo conozco bien. A veces me pierdo deslumbrado por el amarillo luminoso de las pupilas de los gatos. Cierro los ojos y en la profunda oscuridad me parece que me empujan por los hombros por una calle empedrada que se pierde en el vacío. Podría dibujarla en el lienzo de mi imaginación. Podría recorrerla sin rumbo, con pasos lentos, sin pensar en el pasado y en lo que me impulsó a alejarme de él.
El cigarro se ha consumido. Ardor en el paladar y la garganta.
Me levanto y pongo mis manos sobre la mesa, mis ojos medio cerrados. No, no estoy perdiendo el equilibrio. Estoy tratando de recordar en qué dirección está la puerta de la cocina. Me dispuse a alcanzar a María. Sé que hay un largo camino por recorrer. ¿Llegaré a ella? Todas las luces están apagadas. La casa parece silenciosa. Algunas habitaciones están débilmente iluminadas por el resplandor amarillento de una lámpara lejana que entra por la ventana.
Aguzo mi mirada en un intento de orientarme, pero alrededor solo veo árboles, un largo corredor entre dos paredes de árboles y el follaje arriba como una bóveda de crucería, verde y profunda. Entre las ramas brillan ojos amarillos de búhos o gatos. Ni un susurro de animal, ni un grito. Yo tampoco hago ruido al caminar. Las piedras están cubiertas de musgo pero no resbalas, de hecho cada paso que doy se hunde como en una alfombra mullida. Veo a María venir hacia mí. Me mira, me sonríe, baja la mirada sobre sus manos unidas sobre su vientre, casi me roza y desaparece detrás de mí. No puedo dar la vuelta. Hay los ojos agudos de los gatos detrás de mí. No puedo parar. ¿Adónde iré ahora? ¿Por qué no puedes volver? ¿Desandar en pequeños pasos el camino que conduce a los años pasados? Desde el final del largo camino flanqueado por árboles llega la brisa perfumada del mar, que acaricia mis labios y mejillas. El camino termina en la enorme boca de un barco de amplia proa. Veo dentro un paladar de vigas de hierro pintadas de blanco y manchas de óxido. Coches y camiones entran lentamente por esa boca. El suelo tiene el color cálido de la madera mojada.
Chirridos sordos de neumáticos al rozar y enormes goznes forzados por el peso cada vez mayor de la carga. Si entro, no salgo más, me digo. Si entro, no habrá lugar para acurucarme. Los autos y camiones, con sus motores apagados, cargados con sus pesos, estarán a mi alrededor inmóviles. Sólo mi aliento resonará en el amplio silencio de esa gélida catedral de tumbas. Y luego el rugido sordo de los motores del barco mientras toma su camino, su rumbo. Me llevará consigo hacia el futuro, hacia una ciudad que no es aquella donde nací. Porque se ve obligada a seguir su propio camino. Eso no es el mío. Como si supiera cuál es el mío. Como si el camino que recorro fuera una ruta a otro puerto, conocido por mí. Mi camino es este, que acaba en la boca del navío. Pero la boca donde termina mi camino es negra y oscura. Y luego, cuando haya entrado, alguien o algo me transportará más abajo, donde se mueven, como los motores de esta nave, los engranajes más ocultos de la tierra, pistones, poleas, mariposas mecánicas y ríos subterráneos de savia roja que arrastra, quema y consume todo a su paso.
Vuelvo a abrir los ojos. A mis pies, los gatos de Walasse se han deslizado fuera del cuadro. Me giro para mirarlo. Donde solían estar los gatos, tres anchas manchas rojas gotean por la pared. Las flores, ahora de un colorido más intenso, hunden sus tallos en él y chupan la savia. El olor es intenso. Dulce olor a magnolias y muerte. Pero no hay nada alrededor que recuerde la muerte, si no el blanco en la cocina. Y mi alma. Mi alma alrededor de la cual los gatos miran, ojos entrecerrados en estrechas rendijas amarillas.
En la otra habitación María sueña, con las manos abiertas abandonadas a los costados y la flor oscura entre las piernas que resplandece de vida. La suya, soñadora del amor de quien no escribe este cuento
Vestido con un lindo pijama azul con rayas blancas muy finas, en el que estoy orgullosamente incómodo, bebí dos cervezas. Ahora disfruto el cigarro sentado de lado en la mesa de la cocina con las piernas cruzadas. En la otra habitación María, de pelo negro y cuerpo de piedra y pan, tumbada en el sofá, está frente al televisor encendido. Un imperceptible murmullo de voces llega hasta aquí.
Estoy cegado por todo el blanco en la cocina. Paredes blancas, luz blanca, muebles blancos. En la pared detrás de mí, la monotonía se rompe con un gran cuadro de Walasse Ting que representa a tres gatos de color púrpura entre flores de colores. No me doy la vuelta para mirarlo. Lo conozco bien. A veces me pierdo deslumbrado por el amarillo luminoso de las pupilas de los gatos. Cierro los ojos y en la profunda oscuridad me parece que me empujan por los hombros por una calle empedrada que se pierde en el vacío. Podría dibujarla en el lienzo de mi imaginación. Podría recorrerla sin rumbo, con pasos lentos, sin pensar en el pasado y en lo que me impulsó a alejarme de él.
El cigarro se ha consumido. Ardor en el paladar y la garganta.
Me levanto y pongo mis manos sobre la mesa, mis ojos medio cerrados. No, no estoy perdiendo el equilibrio. Estoy tratando de recordar en qué dirección está la puerta de la cocina. Me dispuse a alcanzar a María. Sé que hay un largo camino por recorrer. ¿Llegaré a ella? Todas las luces están apagadas. La casa parece silenciosa. Algunas habitaciones están débilmente iluminadas por el resplandor amarillento de una lámpara lejana que entra por la ventana.
Aguzo mi mirada en un intento de orientarme, pero alrededor solo veo árboles, un largo corredor entre dos paredes de árboles y el follaje arriba como una bóveda de crucería, verde y profunda. Entre las ramas brillan ojos amarillos de búhos o gatos. Ni un susurro de animal, ni un grito. Yo tampoco hago ruido al caminar. Las piedras están cubiertas de musgo pero no resbalas, de hecho cada paso que doy se hunde como en una alfombra mullida. Veo a María venir hacia mí. Me mira, me sonríe, baja la mirada sobre sus manos unidas sobre su vientre, casi me roza y desaparece detrás de mí. No puedo dar la vuelta. Hay los ojos agudos de los gatos detrás de mí. No puedo parar. ¿Adónde iré ahora? ¿Por qué no puedes volver? ¿Desandar en pequeños pasos el camino que conduce a los años pasados? Desde el final del largo camino flanqueado por árboles llega la brisa perfumada del mar, que acaricia mis labios y mejillas. El camino termina en la enorme boca de un barco de amplia proa. Veo dentro un paladar de vigas de hierro pintadas de blanco y manchas de óxido. Coches y camiones entran lentamente por esa boca. El suelo tiene el color cálido de la madera mojada.
Chirridos sordos de neumáticos al rozar y enormes goznes forzados por el peso cada vez mayor de la carga. Si entro, no salgo más, me digo. Si entro, no habrá lugar para acurucarme. Los autos y camiones, con sus motores apagados, cargados con sus pesos, estarán a mi alrededor inmóviles. Sólo mi aliento resonará en el amplio silencio de esa gélida catedral de tumbas. Y luego el rugido sordo de los motores del barco mientras toma su camino, su rumbo. Me llevará consigo hacia el futuro, hacia una ciudad que no es aquella donde nací. Porque se ve obligada a seguir su propio camino. Eso no es el mío. Como si supiera cuál es el mío. Como si el camino que recorro fuera una ruta a otro puerto, conocido por mí. Mi camino es este, que acaba en la boca del navío. Pero la boca donde termina mi camino es negra y oscura. Y luego, cuando haya entrado, alguien o algo me transportará más abajo, donde se mueven, como los motores de esta nave, los engranajes más ocultos de la tierra, pistones, poleas, mariposas mecánicas y ríos subterráneos de savia roja que arrastra, quema y consume todo a su paso.
Vuelvo a abrir los ojos. A mis pies, los gatos de Walasse se han deslizado fuera del cuadro. Me giro para mirarlo. Donde solían estar los gatos, tres anchas manchas rojas gotean por la pared. Las flores, ahora de un colorido más intenso, hunden sus tallos en él y chupan la savia. El olor es intenso. Dulce olor a magnolias y muerte. Pero no hay nada alrededor que recuerde la muerte, si no el blanco en la cocina. Y mi alma. Mi alma alrededor de la cual los gatos miran, ojos entrecerrados en estrechas rendijas amarillas.
En la otra habitación María sueña, con las manos abiertas abandonadas a los costados y la flor oscura entre las piernas que resplandece de vida. La suya, soñadora del amor de quien no escribe este cuento
2 Comments
[…] C’è una versione spagnola che abbiamo pubblicato oggi su Masticadores.com. Link […]
Siempre agradezco a Juan Re Crivello su amabilidad.🙏