40. Dos patrias tengo yo: Cuba y la noche
A un millar de kilómetros de allá, Rosa Menuda, con una tostada en la mano y con la otra revisando los folios del borrador de Palabra de cal, su librito de prosas para el certamen, parecía preguntarse lo mismo. O lo preguntaba a su querido Lucas.
—Qué nos pasó con Inés, Luquitas. Cómo la dejamos morir.
—Qué decirte, Rosa. Ni mi ración mágica de caballa en escabeche quiso acercarme esa noche.
Lucas Manchón sacudía las migas de su bollo con aceite de las páginas ya corregidas de Césped, un novelón cuyo desenlace todavía rumiaba en la cabeza. Pensando, a la vez, que resacas como aquella le habían impedido recitarle argumentos más definitivos a su gran amor, la muchacha que le clavara una estaca el mismo día que traspasó el arco de buganvillas que saluda al visitante de Lunas de Lantano. La misma que apareció una buena mañana con un cuchillo de tajar tartas clavado en su corazón.
Rosa desplazó a un lado las niñas de sus ojos celestones, como si fueran títeres moviéndose por el teatrillo de su cara. Señalaban a la pareja de cocteleros del vermú, centrados ahora en sus labores de limpieza y de mantenimiento.
—Dicen que salieron ayer los tres, Néstor, Litti y la Ifi, con Moretti. En el cuatro por cuatro. Con rumbo desconocido, pero seguro que lejano.
Manchón dejó a un lado sus papeles, salvando el platillo con la tostada.
—¡Saben algo más que nosotros, Rosa!
—Yo lo dudo. Nes solo me sabe hablar de sus intentos de suicidio y Litti ha estado a punto de ponerme una camarita de las suyas bajo la tapa del wáter. Pero poco más. A Ifi la envidia la mataba, pero no como para matarla, a Inés…
La mueca nostálgica de Rosa parecía contradecir desde la primera a la última de sus palabras.
—Che —exclamó Lucas argentinizándose—, pero quién en el mundo podría matar a esa criatura, Rosita…
—¿Y el cuchillo, boludo, estaba ahí de postre?
El novelista amante de las conservas dejó a un lado sus ideas, entregado a la dulzura del rostro de la autora de Palabra de cal y puede que a la mañana particularmente soleada que se prodigaba tras ellos, más allá de la terraza de los desayunos.
—¿Y el infarto, dónde me dejás el infarto, Rosa mía?
—Dejate de hacer el argentino sonso, zampabollos.
El enfado de la Menuda era tan palpable que se dio la vuelta y dejó a Manchón envuelto en las sobras de su primera comida del día, olvidando incluso su ejemplar en folios reciclados de Palabra de cal.
A un millar de kilómetros de allá, Rosa Menuda, con una tostada en la mano y con la otra revisando los folios del borrador de Palabra de cal, su librito de prosas para el certamen, parecía preguntarse lo mismo. O lo preguntaba a su querido Lucas.
—Qué nos pasó con Inés, Luquitas. Cómo la dejamos morir.
—Qué decirte, Rosa. Ni mi ración mágica de caballa en escabeche quiso acercarme esa noche.
Lucas Manchón sacudía las migas de su bollo con aceite de las páginas ya corregidas de Césped, un novelón cuyo desenlace todavía rumiaba en la cabeza. Pensando, a la vez, que resacas como aquella le habían impedido recitarle argumentos más definitivos a su gran amor, la muchacha que le clavara una estaca el mismo día que traspasó el arco de buganvillas que saluda al visitante de Lunas de Lantano. La misma que apareció una buena mañana con un cuchillo de tajar tartas clavado en su corazón.
Rosa desplazó a un lado las niñas de sus ojos celestones, como si fueran títeres moviéndose por el teatrillo de su cara. Señalaban a la pareja de cocteleros del vermú, centrados ahora en sus labores de limpieza y de mantenimiento.
—Dicen que salieron ayer los tres, Néstor, Litti y la Ifi, con Moretti. En el cuatro por cuatro. Con rumbo desconocido, pero seguro que lejano.
Manchón dejó a un lado sus papeles, salvando el platillo con la tostada.
—¡Saben algo más que nosotros, Rosa!
—Yo lo dudo. Nes solo me sabe hablar de sus intentos de suicidio y Litti ha estado a punto de ponerme una camarita de las suyas bajo la tapa del wáter. Pero poco más. A Ifi la envidia la mataba, pero no como para matarla, a Inés…
La mueca nostálgica de Rosa parecía contradecir desde la primera a la última de sus palabras.
—Che —exclamó Lucas argentinizándose—, pero quién en el mundo podría matar a esa criatura, Rosita…
—¿Y el cuchillo, boludo, estaba ahí de postre?
El novelista amante de las conservas dejó a un lado sus ideas, entregado a la dulzura del rostro de la autora de Palabra de cal y puede que a la mañana particularmente soleada que se prodigaba tras ellos, más allá de la terraza de los desayunos.
—¿Y el infarto, dónde me dejás el infarto, Rosa mía?
—Dejate de hacer el argentino sonso, zampabollos.
El enfado de la Menuda era tan palpable que se dio la vuelta y dejó a Manchón envuelto en las sobras de su primera comida del día, olvidando incluso su ejemplar en folios reciclados de Palabra de cal.