Dice la “Canción para Carito” de León Gieco y Antonio Tarragó: (*)
“En Buenos Aires los zapatos son modernos, pero no lucen como en la plaza del pueblo”. Y más si es en fiestas - añadiría yo.
Hoy recuerdo las fiestas de mi pueblo, que se celebraban por estas fechas agostinas, cuando en La Vega- la desaparecida Vega- se congregaba una multitud de parroquianos incrementada por forasteros y vecinos de la ciudad y pueblos de alrededor. Entonces se aprovechaba para “lucir” las mejores galas a las que alude la canción. Quien más y quien menos, y en la medida de sus posibilidades, presentaba en sociedad las novedades. El baile vermut con el que se abría la fiesta pagana servía de escaparate. Eso sí, después de la misa solemne de 12 con procesión del Santo Patrono e himno nacional incluidos.
Semanas antes se iniciaban los preparativos y una de las imprescindibles era mi tía Adela, una de las mejores modistas, por no decir la mejor de la localidad. Aunque comenzaba la tarea aceptando los pedidos con tiempo, y jurando que ese año no la cogería el toro, lo cierto es que siempre terminaba de prisa y corriendo entregando la labor el día antes para desesperación de toda la familia.
Por aquel entonces yo era su chico de los recados y me sobornaba para que se los hiciera.
-¡Anda! Vete a Casa de Emilio (la tienda de todo en la que yo me quedaba embobado viendo subir y bajar el émbolo de la bomba del aceite) a por un hilo de coser- me decía entregándome un trocito de tejido.
-¡Que sea exactamente de ese color!- gritaba, mientras yo salía corriendo por la puerta. Todo ello precedido por una negociación o una amenaza imprecisa.
- ¿No quieres? Bueno, bueno ya verás... Te iba a dar una cosa, pero si no quieres...
No fallaba, y ella lo sabía, así acababa yo sucumbiendo a sus malas artes.
Aquellos encargos los llevaba más o menos bien, pero lo que realmente me enojaba era que recurriera a mi como maniquí humano. Y es que, a falta de niñas en la familia a las que utilizar para los ajustes, me hacía probar los vestidos infantiles. En aquellos primeros años de los 60 eso era lo más bochornoso y vergonzoso posible, por lo que no se sabía fuera del entorno familiar. De lo contrario me hubiera traído la desgracia y la burla en la escuela.
El uso del modelo continuó durante unos años ya que yo no daba el estirón, era delgadito y parece que me sentaban a la perfección los vestidos de las niñas para las que cosía. Sufría además los picotazos ocasionales de los alfileres con que se fijaban provisionalmente las partes de la confección y en especial las odiosas mangas farol.
En uno de esos años mi tía recibió un encargo especial para alguien con recursos. La tela de organdí en las habilidosas manos de Adela dio como resultado algo excepcional. Allí estaba yo la noche anterior disfrazado de niña rica subido a la mesa de la cocina y dando vueltas lentamente para que mi tía cogiera los bajos.
Al día siguiente reconocí la prenda entre la diversidad de modelos que se exhibían en el lugar de la fiesta. La propietaria se paseaba con sus padres orgullosa de portar aquel primor que yo había sufrido por días.
Mi venganza se limitó a pasar por su lado y musitar: -Ese vestido que luces tan ufana lo estrené yo ayer.
*(https://youtu.be/IodKzAivUO0?si=xlK1k9A56-UqII49)