Subir al inicio

El funcionario by Paula Castillo Monreal

A él le gustaba hablarle de cerca; que sus labios rozasen los de los de ella. El pecho henchido, los hombros atrás, la camisa abierta, la bragueta tirante. Cerca de ella, pero sin tocarla, le pregunta qué ha hecho mientras él trabajaba ocho horas seguidas partiéndose el lomo. Veinte años llevaba cargando la saca llena de paquetes y cartas. Había tenido que aguantar el sol y el frío, las malas caras de las mujeres que le abrían la puerta de su casa y se espantaban al verlo. Solo una firma, les pedía intentando suavizar la voz.  Llevaba años aguantando las burlas de los compañeros que se metían con él por su estatura: un monstruo. Las sacas más grandes para él, el trabajo duro siempre para él.  Dime, le pregunta, ¿qué has hecho desde que salí de casa a las seis de la mañana? Pero ella no acierta a responder, evita mirarlo. Quieta, de pie en medio de la sala se tambalea. Con los brazos se protege el pecho e intenta dar pasitos hacia atrás, separarse de él. Hoy se ha puesto el vestido estampado con el que se siente de mejor humor. Le gusta sentir su cuerpo libre bajo la ropa ancha para que la piel enrojecida no le duela. Lo de cada día, le responde, lo que pide la casa. Ella cada vez más pequeña, él inmenso. Lo que pide la casa, repite con sorna mientras la sigue sin tocarla hasta el dormitorio.
Mario era funcionario de correos, viudo. Al salir del trabajo, antes de llegar a casa, paraba en el bar de Justo. El mejor momento del día, le decía después del segundo chupito. Carmen, sin embargo, apenas salía de la casa. Los viernes a la plaza como mucho, y de regreso unos tocinillos de cielo en San Onofre.  Siempre en casa de los padres que murieron de viejos por más que ella los cuidase. Nació cuando ya eran mayores, sin que nadie la deseara. Para los hermanos, mucho mayores que ella, fue una sorpresa incómoda, también para el padre, que tuvo que continuar con el puesto de encurtidos varios años más. Un desarreglo de la menopausia, se excusó la madre ante el padre, que intentó que se deshiciese de la niña.
  A Mario le gusta desnudarse delante de ella, le dice que se siente en la silla giratoria del escritorio. Ella lo hace cada día, está acostumbrada a hacer todo lo que él le pide. Cuando está completamente desnudo se pasea alrededor de ella. Con el pie derecho hace girar la silla en la que ella escribe cada mañana su diario, siempre con el cuidado extremo de no rozarla. Ella cruza las manos sobre el pecho. Siempre cohibida por el inquietante recelo del peligro. Intenta que nada le roce. La piel se le agrieta y enrojece ante la mínima caricia, ante el mínimo golpe. Él no quiere marcarla, no quiere que nada se sepa. Que nadie lo vea entrar en el local de Mao. También tiene sus necesidades como las de cualquier hombre; nadie sabe lo que es cargar con la saca a las dos de la tarde un veintiséis de julio. Tú no lo sabes, le grita. Tu no sabes nada, solo hablar de tus dolores, de tu retiro. Nunca una palabra. Nunca la necesidad de pronunciar una palabra. Camina satisfecho de su erección mientras se acerca a su lado. Carmen ya se ha levantado el vestido y se baja las bragas. Prefiere hacerlo ella. Bailan juntos sin rozarse, ella con las manos apoyadas en los hombros de él. Nunca ha bailado así con un hombre que no sea él. Siente atracción por la proximidad de su cuerpo, apenas se tocan, por evitar las marcas. Cuando escucha que las niñas abren la puerta respira aliviada. Son las niñas de él que regresan del colegio antes de tiempo. Las hijas que tuvo con su mujer. La mujer que cayó del octavo piso dejando a las mellizas solas en la cuna. Ya están aquí, le dice el funcionario, que se viste de nuevo.  Tápate, guarra, le dice a ella devolviéndole las bragas. Que no te vean mis hijas así, a mi propia hermana.
   

Categorias

1 Comments

Deja un comentario

Facebook
Twitter
LinkedIn
A %d blogueros les gusta esto: