
La casa se extiende a lo largo de un llano que parece fundirse con el horizonte, donde a la mañana, el sol en un instante anaranjado y taciturno renace colando sus rayos, perforando el cielo y la oscuridad de la noche que se desvanece. En un sobrado rumor las palomas y gorriones invaden violentamente, en bandada, el aire espeso del campo que con parsimonia va perdiendo en la lejanía, ese intenso vigor que había conseguido durante la noche. El rocío arrojado desde las incipientes horas del anochecer anterior, comienza a agrietarse para transformarlo en una inefable sequedad, que al mediodía, resquebrajará las hojas de los chañares y los olmos, y el suelo, fisurado por el paso del tiempo, continuará con su desdicha.
Detrás del cordón de cemento que separa el sendero del patio, el manto de sombras formado por la fronda de las arboles, poco a poco será invadido por la luz solar, revelando al ojo espectador la casa de la nona. Una vieja pileta de manos sobre el sendero principal y una pequeña puerta de metal corroído, facilitando la entrada al jardín. La casa, añeja y rancia, con tintes de una pintura amarilla saltada ofrece toques de una rusticidad confortable. Al fondo, una senda pelada casi invisible, corta perpendicularmente el patio trasero, adornada en intermitencias hacia los costados por yuyos inertes que se cuelan por el camino.
La casa parece vacía, como si estuviera abandonada, olvidada por el tiempo. Las rejas ya han perdido su pintura original y el verde del moho las ha contaminado. Los mosaicos agrietados se mueven a cada pisada pero nunca pierden esa dirección que nos conduce a la puerta de entrada. Es increíble la sensación de perder la luz y el ardor del sol a medida que uno se acerca a la puerta, como si la naturaleza supiera que allí vive algo maligno o tenebroso. Y ahí está la maldita cuestión, de vincular lo oscuro y lo negro con lo malvado. Esas cosas que inventa la imaginación y que se ve en aumento por el propio miedo. Todo está cerrado, encriptado. Las ventanas parecen selladas herméticamente y no hay ni un solo sonido, pero todos sabemos que allí vive la nona.
La nona era una persona que quien no la conociera jamás hubiera pensado todo lo malo que guardaba en su interior. Sus padres habían tenido once hijos y ella era la sexta. Estaba como al medio de sus otros hermanos, pero había sido criada por igual a los demás ya que su madre, se había procurado en criar a todos sus hijos sin preferencia alguna. Sin bien la mujer no gozaba por aquellos tiempos de los mismos beneficios que el hombres, la nona pudo formarse en la escuela primaria. Desde muy niña había mostrado una gran habilidad en las matemáticas. Todavía puedo recordar como de manera prodigiosa aún con sus 92 años se sentaba a resolver cálculos en lápiz y papel, cuestión que a mí, siempre las matemáticas no fueron mi más aspecto destacable. Pasaron los años y la vida transcurría de manera feliz. Si bien no pertenecía a una familia muy acomodada, su padre y su madre trabajaban de manera modesta y se preocupaban en que a ninguno de los once hermanos nada les faltara.
Cierto tiempo, conoció y se enamoró del nono. El nono era proveniente de una familia italiana que hacía poco tiempo, llegaron al pueblo para asentarse de manera definitiva. Su familia huía de la Primera Guerra Mundial, y escaparon de aquella Europa sangrienta para encontrar la paz y trabajo estable. Se casaron y se fueron a vivir a la casa donde, aún ella vive y al poco tiempo de haberse instalado en aquel hogar, nació su hijo, es decir, mi papá. Allí los años transcurrieron perfectamente sin alterar aquella armonía de cuento.
Sin embargo, algo pasó. Algo cambió de manera abrupta y repentinamente en la personalidad de la nona. Y fue cuando mi papá conoció a mi mamá. Mi papá era hijo único y había sido criado a manera y gusto de la nona. Él le pertenecía a ella y ella le pertenecía a él, y la irrupción de mi madre en esa relación fue el desencadenante de una envidia casi mortal, un odio venenoso que jamás pudo romperse. La envidia no es exactamente sentir aflicción porque otro tiene algo que no poseemos, bien sea un objeto, un estado, o una condición. A veces también se envidia a alguien que incluso no tiene nada. Y la envidia funciona más bien en la lógica de desear la satisfacción que otra persona experimenta y es por eso, que la nona sentía que la habían invadido, le habían arrebatado algo que le pertenecía. El cuerpo de la nona sentía esa falta.
Pasaron los años y mientras todo era color de rosas para los enamorados, la nona no la pasaba bien. Se recluyó aún más en su casa, salía poco, casi nada. El cuerpo le había cambiado de manera repentina. Estaba más encorvada y avejentada, como consumida por una venganza que parecía florecerle desde el interior. Aquel pelo rubio era ahora un ceniciento gris, y sus ojos azules trasmitían una frialdad indescriptible. Podía respirarse un aire denso y hosco. La casa había cambiado su aspecto, ya no más flores ni adornos, todo era negro y oscuro, como el corazón de la nona. Aunque algo comenzaba a planificarse en su interior esa sensación sólo permanecía allí, como encriptado en un corazón que ya no tenía sentimientos. Sin embargo, todo aquello se ocultaba en lo más recóndito de su ser, que en un instante detonaría.
Cierto día, un domingo, una visita inesperada porque fue sin previo aviso ocurrió en la casa de la nona. Era su hijo y su esposa, es decir, mi madre. Saludaron cariñosamente al nono y a la nona, ésta sin demostrar ese sentimiento de repugnancia hacia su nuera y pronto pidieron sentarse para hablar. La nona estaba sorprendida porque las circunstancias obligaban a pensar que algo trascendental iba a suceder. Ya acomodados todos, su hijo fue directo:
—Papi, mami, van a ser abuelos. Mari está embarazada- añadió con gran felicidad el hijo.
Inmediatamente una sensación de repugnancia invadió a la nona, que jamás pensó o se percató que semejante noticia iba retumbar con tal estruendo en el interior de su ser. Su mente se llenó de negrura y un gran resentimiento acumulado por varios años parecía que pronto iba a estallar, como salirse de sí mismo, y arrojarle a su nuera infinidad de maldiciones. La ira la desbordaba, se mordía los dientes que éstos rechinaban, pero solo ella lo escuchaba. Era brutal. Masticaba esa bronca que le circulaba por todo su interior a una velocidad indescriptible. El pelo ceniciento se le increpó por la zona de la nuca. Le pareció que fueron años, siglos de una envidia y bronca interminable. Pero en realidad fueron segundos. Se reincorporó y con un tono falso atinó a decir:
—¡Qué felicidad! La noticia más linda que jamás he escuchado. Y levantándose de la silla junto con el nono, fueron a abrazarlos a ambos.
Creo que mi madre sintió la falsedad de ese abrazo. No puedo asegurar lo mismo por el ingenuo de mi padre. El nono lloraba. Los cuatro estaban abrazados y parecía que la noticia llenaba la casa de una alegría inmensa que camuflaba aquel verdadero sentimiento que la nona guardaba. La nona sabía que el destino y el tiempo le habían arrebatado lo que ella más quería pero todavía algo le quedaba por hacer. Se sentaron y al instante la nona atinó a decir:
—Voy a preparar café.
Dirigiéndose hacia la cocina, llenó la pava de agua y la puso sobre el fuego. Miraba la llama de la hornalla. Era azul como el color de sus ojos. Sentía un calor que la desbordaba por completo y estaba enfrascada en un solo pensamiento. Tomó cuatro tazas y arrojándole una cucharadita de café a cada uno vio que casi oculto, sobre la alacena, un frasco blanco con destellos de rojo se asomaba. Un pensamiento, años de planificarlo todo se confabularon en un instante. Una leve mueca simula una risa despiadada. Puedo imaginar esos ojos azules, esos dientes amarillos. El frasco, era veneno para hormigas.
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