
Nicolás, el viejo Nicolás, era el más viejo del pueblo. Nadie sabía su edad, pero hasta los más ancianos se sabían más jóvenes. Así lo atestiguaba Ramiro, el ciego, que de memoria era un portento.
Por esto de la vejez destacada, a alguien se le ocurrió darle a Nicolás una especie de homenaje a modo de sábado bodeguero. Y fueron todos, los del pueblo e incluso algún veraneante avisado y venido de lejos para la ocasión.
Ya habían sido apurados quesos de aquí y allá, de allá y aquí embutidos y trasegados vinos de las cubas albergadas en los cubos varios que ensanchaban de cuando en vez el angosto profundizar de la bodega también allá y aquí, cuando se comenzó a tertuliar del pueblo, sus cosas, y en especial de la historia del viejo Nicolás.
Los archivos del Juzgado y de la parroquia en que a Nicolás tenían inscrito como feligrés –comentaron– se habían quemado, no cuando la guerra, sino antes, por un fuego accidentario que a pesar de abrasar medio pueblo lo había dejado entero temblando.
Le preguntaron a Nicolás por los años que tenía, y contestó coñón que “todos, que ni uno me he perdido desde que me han parido”.
Del secretario incendio guardaba Nicolás muchos recuerdos, una pierna tiesa como una viga, por simpatía con la que a él le calló encima, y un cierto y severo encabronamiento al recordar cómo, a pesar del humo, las llamaradas y las pocas campanadas que tocar pudieron, no llegó agua, hombre ni bombero de la capital ni de los cercanos pueblos y hubieron de ser los vecinos todos, al mancomún, los que se la jugasen contra el fuego y le consiguieran un empate a medio pueblo.
“Al día siguiente –comenzó a contar Nicolás– vinieron las autoridades todas: las civiles, las militares y, cómo no, las eclesiales. Lo miraron todo guiados por el señor alcalde. Nos consolaron y prometieron ayuda. A la siguiente semana se pidió para casa quemada en las misas de la capital y de toda la comarca. Y de aquella guardo y uso yo este apoyo. Me quedé sin casa, sin torno –(permítaseme apuntar aquí, para mejor comprensión del lector de la añoranza del torno que sentía Nicolás, el hoy viejo, le venía porque, de joven, era cantarero de los principales de aquella comarca vinatera)–, sin pierna para girarlo, sin horno, con el barro más que cocido, asado, sin trabajo, sin juventud y por largo tiempo, sin alegría. Mas, por la pena que daba, me dieron la muleta, hasta hace bien poco un original apodo, “el cojo”, y un empleo, al que le decían muy bueno. Me hicieron peón caminero, y así por mor del cura, del alcalde y del provincial ingeniero no salí jamás del pueblo y me aprendí de memoria, paso a paso, todas las calzadas, arcenes y cunetas de los caminos del término.”
Se hizo un silencio incomodo al recordar todos que Nicolás, el ahora viejo y antaño cantarero, había sido desde aquella Nicolás “el cojo” o “el caminero”.
Hubo rumores y, por cambiar de tercio y que no se hiciera el frío, uno, de los de fuera, le preguntó a voz en grito, “pero bueno, Nicolás, soltero cómo eres y sin haber salido de concejo, ¿no seguirás siendo chico, no seguirás entero?”. Le buscó la mirada a éste el viejo, y conociéndole en los ojos que no traía su pregunta peor intención que la que a veces acompaña a la ignorancia, le sonrió y: “pues no, hijo, no, nada de entero. A la vista salta: roto y remendado. Pero aquí donde me ves, con pata tiesa y todo, a más de uno y a más de una le cubrí y enderecé sus flaquezas, y lo digo así porque, después de yo cumplir, las unas estaban contentas y los otros, sin saberlo, contentos se estaban de pensar que de ellos las venía a ellas el contento y de que sus fallas no se supieran. Pero, ya sabes, no es esta cosa que sólo antaño se diera. Así que, por si caso fuera, nunca parles de ella tan a la ligera”. Y hubo carcajada general a la donjuanada, siendo el voceras el último en festejar la gracia, y haciéndolo más por no quedarse sólo a las cavilaciones que ya tenía iniciadas y no eran buenas.
Cogió otra vez el hilo de la plática el viejo, Nicolás, mientras todos acallaban sus interpretaciones, no del todo acertadas, sobre lo que él hablara. “No es tan fácil como os parece andar siempre de escondido y de corrido. Joder, jodes, pero también te jodes, y no por ser o ir de cojo y muleta, sino porque aquí, seguro que, el que más y el que menos ha querido, ha amado o ha, tan sólo, fornicado, pero seguro que con tiempo, con ternura, con pasión, con cariño, o a la brava, pero con la calma suficiente, y conste que no digo la consabida del aburrido, para poder quedarse dormido, y no como yo siempre deprisa, tal que un forajido. Que andaba yo siempre avizorando, sin tenerlas todas conmigo, ya que nadie deja su tierra arar aunque él no pase más que el rastrillo. Y todos preferís antes ver el propio jardín páramo que, en él, capullo ajeno floreando”.
Entre risas rebuscadas y toses de circunstancia creció el murmullo y por su encima voló un: “Sí, bien, Nicolás, pero entonces no nos vas a contar nada no sabido, algo que recuerdes o que guardes como muy para tus adentros”, le inquirió buscándole en el aire con las manos, Ramiro, el ciego. “Sí, amigo Ramiro, compañero ¬–recomenzó el abuelo y fue ésta la primera vez que se oyó a Nicolás llamar a alguien amigo y compañero–, que bien pensado poco tiempo me ha de quedar para guardar el callado recuerdo en que tanto descanso hallo y que ni por ti, Ramiro, amigo del alma, hermano de padeceres, es conocido”.
Hízose un inesperado silencio, el abuelo se dio un trago, carraspeó y continuó sacando al aire su encerrado secreto: “Si recordáis, principalmente los que aquí os otoñáis invernando, a don Ernesto, el maestro, no os acordaréis de haberlo visto aquí en sábado o hasta cercana la noche si el día era domingo o festivo”. Pusieron algunos cara de rebuscar en los baúles de la memoria y fueron casi todos asintiendo con cabezadas. “Pues bien –continuó el viejo Nicolás–, para esas horas de esos días era yo quien le tenía la casa caliente para cuando llegara. No digáis que no, que bien cierto es, y lo sabéis, que se le hacía mala fama por sus maneras afinadas. Yo, que por lo dicho antes sabía bien de machos fallados nunca le puse renuncio al trato y así llegamos al de calentarle la casa a cambio de poder yo leer en ella todo lo que él tuviera y yo quisiera en su ausencia y hasta su llegada; que él llegado, el acuerdo era de vino un jarro y hasta el siguiente sábado, o festivo, en que yo iría a por las llaves de bien temprano. Y así fue cómo del vino de aquellos jarros nos nació una buena amistad –y no digo lo de sincera porque sobra, que ya dije bien lo que era: amistad y de la buena–, de manera tal que nos sabíamos y hablábamos el uno al otro sin tenernos que rodear. Y, por esto, sabía él de mis principales carencias y yo de sus personales querencias. Pues bien, lo que ahora os voy a contar fue al despedirse de mi al principio del verano del último año que aquí estuvo, cuando muy serio y a la vez que me entregaba uno de sus libros, me dijo: Nicolás, vendré a buscarte un viernes, pasaras conmigo el sábado y te regresaré el domingo. Procuraré que vengas cumplido”. Ignoraba yo de qué hablaba, pero a un amigo no se le cuestionan las promesas. Y menos a puertas de despedida”.
El silencio era total. Si algo además de la ronca voz del viejo se oía era el ir de los ojos todos del viejo Nicolás al ciego Ramiro y del ciego Ramiro al viejo Nicolás, que ni buches al vino se daban.
“Pero, ¡ay Ramiro!, cómo pasando los viernes yo comencé a dudar del amigo, a hacerme el mártir, a sentirme por él abandonado y hasta algo perdido en mis pocas certezas. No lo creía cuando le vi llegar el último viernes del aquel mes septiembre. No lo creía y, lo que es peor, ¡qué vergüenza sentía!, ¿qué le diría? No hube de decirle nada. Que cuando a ello iba a ponerme, me cortó él sonriente: Ya lo sé, Nicolás, creíste que no vendría y ¿qué? Y no se habló más del asunto.
“Al día siguiente, salimos temprano para aprovechar el día. Serían las ocho al partir y cuando me abandonó ante ella, mediodía. Le pregunté si… y sí, Ramiro, era para mí aquella dama desconocida. Él llevaba en el coche de todo para que, hiciese yo lo que hiciera, no me preocupara de nada. Yo emocionado, Ramiro, no dejaba de observarla. Ella iba y venía, sin estarse un segundo quieta, como cuando de joven alguna moza nos encandilaba, que ni al caño quieta estaba y había de ser uno el que le retirara el cántaro o la jarra. Allí me senté cerca de ella, viva y hermosa, para aprendérmela de memoria, para grabarla en el alma, para que aunque jamás volviese a verla, por nada del mundo olvidarla. Y ella, Ramiro, yendo y viniendo, como si no me diera cuenta que cada vez de mí más cerca llegaba. ¿Y sabes? Cantaba, fuerte al venir. Y, al marcharse, canturreaba. Y, alguna vez, entre medias, como que dudase o fuese dos, hacía que se chocaba y toda se alborotaba. Yo aquí que la veía blanca, o, ¡date Ramiro!, que si la miraba cercano y fijo, como que se me transparentaba, y si en alguno de sus juegos bien que la veía azular, pues, como que para provocarme, de repente, así, visto y no visto, Ramiro, que se me verdoseaba. Y que ritmo tenía la condenada, incansable. Nunca repitió un movimiento, como que mi sorpresa y gusto por ella la animaran. Pero, ¡ay Ramiro!, cuando ya me tiene casi, como tú, ciego, de admirar su danza, va ella, y que no se para, y sin poder yo hacer nada que me besa los pies, y las piernas, y el vientre, y lo más uno y las nalgas y más y que cuando ya estoy a punto de gritar, con la respiración entrecortada, siento que comienza a abandonarme por la espalda. Me pongo en pie, como para decirle que cuidado que no sabe con quién trata y que… ¡qué hermosura, Ramiro, qué delicadeza, con que suavidad hasta mis pies se arrastra! Y ya estoy a punto de disculparle su anterior exceso de confianza, cuando que de la que se va, ¡ay Ramiro!, que se lleva con ella el suelo que me afianza, ¡que me hundo, Ramiro, que me hundo! y que la veo volver ahora como alborotada y que ya me prevengo, Ramiro, que de ella, al fin y al cabo, es don Ernesto el que sabe, que yo no sé nada, y que ya es susto la prevención cuando ella, con aquella violencia que traía vuelta carcajada, va y ¡zas! otra vez que me afianza sobre el terreno, de mis pies, las plantas. Así, le fui cogiendo confianza, Ramiro. Primero dejé que ella, por más experta que yo y por estar en su casa, me agasajara. Yo allí enhiesto o tumbado y ella inquieta a ver cuál de sus caricias y sus cantos más me agradaba. Pero, a unas horas, Ramiro, y como yo pareciera que me acostumbrara, fue poco a poco alejándose de mí, pero sin irse enfadada. ¿Sabes? Dejaba de acariciarme pero de cantar, como si me llamase, no cesaba. Así que, me decidí y fui tras ella a buscarla. Cómo me recibió, Ramiro, qué alegría, qué algarabías, qué enredos, qué caricias, qué marañas, qué juegos, qué sustos, qué cánticos, qué delirios, qué carcajadas. Agotado como nunca estaba cuando la luna comenzó a reflejar en ella sus platas y a convertir en frío los excesos de mi hombrada, por fin, Ramiro, en el tiempo dilatada. Comenzó ella a cantar cuando me iba con la misma fuerza con me recibiera en la hora de sol plana. El sábado se extinguía y comenzó a quedárseme aquella maravilla al son de la buena noche mientras arriba –donde don Ernesto esperaba a que yo acabara, no sé si desde el principio o desde cuándo– alborotaba la noche sabática. Sentía los fríos del no querido adiós. Me envolvió en una manta. Me ayudó a subir al coche. Me cambié de ropa en su casa y en ella me dormí, como cada noche desde entonces, prendado de ella, pensando en ella, Mar, mi Mar. Desde aquel día, Ramiro, no me importó avizorarme, ni no guardarme la espalda pues, por más tiempo seguro que tuviera ninguna a ella la iguala. Ramiro, si aún sin verla la oyeses, te beberías el seso y comprenderías porqué hasta hoy de esto tan sólo te di silencios.”
Y todo fue silencio luego. Silencio y apurar el vino.
Dicen que al bajar del otero de las bodegas todos oyeron, de la Mar, el cantar. Y que Nicolás al oír a Ramiro susurrar: “llévame contigo, compañero”, tiró la muleta lejos y se engarzó a su brazo.
No se les ha visto nunca más en el pueblo. Se sabe por Toño, el de la Caja, que cada mes se presentan a cobrar su pensión en cualquiera otra de España, pero siempre de un lugar donde la mar haga playa.
ALEGRÍA:
Ver el mar siempre por primera vez.
Rafael Argullol
(Publicado en “Textos al aire”, Editorial Akrón, S.A., 2009, ISBN 978-84-92814-04-6)
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