
… como vuelven las golondrinas.
Aunque nunca he sabido por qué se dice «como las golondrinas» y no como cualquier estación del año. Volver como la nieve en invierno, las flores en primavera, los amarillos, ocres y dorados en otoño o el calor en el verano.
Me disperso.
Llegué a lo que yo llamo, mi pequeño paraíso, pensando, deseando descansar debajo de las palmeras y con un libro entre las manos. Pero casi en el momento de llegar, descubrí que mi móvil había muerto. Bien, para ser más exacta la que había muerto era la batería y además sin solución posible ya que allí era difícil encontrar una nueva. Eso ya me llenó de inquietud, pero aún pude llevar con cierto humor la pérdida, hasta que al minuto siguiente intento conectar a Internet y veo que tampoco tengo conexión. Ay! entonces la situación se puso más difícil de soportar.
Yo allí, en medio de las palmeras, con el mar de un azul imposible de describir, un cielo sin una nube a la vista, el silencio que se te pegaba a la piel y… desconectada del mundo. Eso no podía estar pasando. A mí!!!
Me pasee despacio por la terraza pensando si me suicidaba o me resignaba, cuando me vi reflejada en el cristal. Vi a una persona con la preocupación reflejada en la cara y empecé a reír. Con ganas, con fuerza, hasta que me saltaron las lágrimas.
Pero… ¿no había ido a descansar, desconectar, respirar? Entonces, ¿qué mejor que aquel cúmulo de casualidades que me ayudaban a olvidarme de la red que me atrapaba de habitual?
Me senté y cerré los ojos. Y así me llegó, por primera vez desde que se inauguró, la sensación de primavera. Por primera vez, este año, sentí los sonidos, los olores, la tibieza de una estación que me conmueve con su luminosidad, colorido, dulzura.
Me dejé acunar por los recuerdos de otras épocas y otras personas mientras los agapornis desde el pinar cercano entonaban sus cantos de apareamiento. Llegó la noche, que se cubrió con un manto de estrellas y la luna, siempre cómplice, se paseó por el mar, dibujando senderos que se dirigían a ninguna parte.
Así cayeron, como las hojas en otoño, los siguientes días y noches, mientras, ningún sonido que no fuera el viento al atardecer, se oía a mi alrededor. Atrapando cada instante como si fuera eterno. Y aún sabiendo lo efímero de cada segundo vivido con intensidad, no echaba nada de menos.
Aprendí.
Que lo que me acerca a las personas, no son los múltiples artilugios que tengo a mi alcance, o no. Lo que me acerca realmente, es cerrar los ojos e intentar conectar con ellas a través de todas las cosas bellas que nos ofrece una naturaleza que, en muchas ocasiones no somos capaces de sentir, ni oír.
Sigue siendo primavera, pero… ya no es lo mismo porque volví y hoy… el móvil volvió a sonar.