
Que Mariano fuese anacoreta y confesor, como ponía el libro de misa, nos hacía mucha gracia. Pero no por disparatado, sino por la pura incursión del santoral en la vida cotidiana. Y es que Mariano nos vendía los tebeos que nos hacían reír, y le suponíamos en el cajón los condones que nunca nos atrevimos a pedirle. Pero no solo eso. Mariano nos hablaba de la vida, nos sonsacaba nuestros sueños, nos pulía el espíritu con clásicos de baratillo en papel burdo y oscuro. Su tugurio tenía mucho de aquellos cuadros abigarrados del barroco —había una ilustración en un tema de Sociales— en que aparecía un santo rodeado de libros, calaveras y otros símbolos de mortificación. En ese abigarramiento ejercía Mariano su anacoretismo de industrial de bata gris, firme en su columna de pulpa de papel a todas las horas, en todos los turnos, incluidas las fiestas de guardar. Las paredes estaban literalmente forradas por cientos y cientos de novelitas de tiros, para machos, y de “Colorín Tellado” [sic] para chicas y señoras. Sobre el mostrador y bajo el cristal, dormían su sueño dulce los regalices, los ronchitos y las pastillas de leche de burra.
Y en cuanto a la mortificación… Bueno, que se lo pregunten a Timoteo, el gordo, cuando lo pilló chorizando unas chocolatinas. Todavía se acuerda, el muy maricón, y eso que han pasado un porrón de años.
Relato del libro El envés de los días. Hojas de almanaque, recientemente publicado por la editorial Marciano Sonoro.