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Aurora boreal sobre Stavanger by Paula Castillo Monreal

Desde la ventana, Ana podía ver las cocinas y dormitorios de casi todos los vecinos del bloque que, como ella, ocupaban las viviendas de la escalera interior. Llevaba más de un año trabajando en casa. Aunque le hubiese correspondido jubilarse en diciembre del año anterior, la empresa le ofreció alargar dos años su vida laboral si teletrabajaba. No se lo pensó dos veces, su economía se vería muy favorecida, y tendría tiempo para conseguir su mayor reto: comenzar el puzle de diez mil piezas del paisaje de una aurora boreal. Lo compró hace años en el viaje que hizo con dos amigas a Noruega. No se veían desde entonces, el trabajo en casa las había distanciado. Le hubiese gustado sin duda ver la aurora boreal mientras estaba allí, pero solo podía viajar en agosto, y ese mes no era el propicio para las auroras boreales. Se tuvo que conformar con el puzzle.

Subida a una pequeña escalera intentó alcanzar la maleta que reservaba para viajes importantes, la guardaba al fondo del maletero y, manteniendo a duras penas el equilibrio, consiguió rescatar de la oscuridad el inmenso puzzle. Colocó la caja sobre la mesa que había preparado frente a una de las ventanas que daban al patio y, después de posar las manos sobre ella, como si pudiera absorber el momento de la fotografía, rasgó el plástico del embalaje, movió el recipiente como si fuera un sonajero, quitó la tapa, y volcó las piezas con sumo cuidado.

            Y sí, allí estaba el paisaje, la costa coronada por el aro luminoso y las calles de la pequeña ciudad noruega, partido en diez mil piezas diminutas. Había pedido a la empresa dos días para asuntos personales. Dos días, cuarenta y ocho horas para tener montada la aurora boreal sobre Stavanger.

            Aquel día tenía por delante una jornada laboral extensa, varios casos administrativos se habían complicado. Retiró las cortinas de la ventana para que entrase la luz, tendió una colada de sábanas, saludó al informático que le ayudaba a resolver los problemas virtuales, y llamó la atención de Manoli con la mano. Manoli, que se pasaba el día sentada en la silla de ruedas no dejaba de mirar al patio. La dejaban allí, frente a la ventana, hasta que la hija y el marido volvían por la tarde. Menudos caraduras, pensó Ana. La vieja que padecía alzhéimer pasaba sola todo el día sujeta a la silla con un cinturón que la mantenía erguida. Ana, de vez en cuando, si tenía tiempo, le subía algún túper. Era de las que pensaba que como en casa, no se comía en ningún sitio. Así que unos días eran lentejas, otros fabada, croquetas, lo que se hiciera para ella. Sin embargo, la hija, ni siquiera la peinaba; antes de salir para el trabajo, la sentaban en la silla y la colocaban frente al balcón. Hace tiempo la hija llamó a su puerta y le entregó una llave del piso de Manoli. «Por si pasa algo», le dijo. Y no los volvió a ver. «Unos caraduras, eso es lo que son», le decía a Manoli los días que decidía hacerle una visita. Desde que comenzó a teletrabajar subía a peinarla, le cambiaba de ropa y le hacía la colada. Porque Ana era así, le gustaba charlar con ella. Pero aquella tarde no podría pasar a visitarla; a las seis en punto, cuando cerrase el ordenador de la empresa, se colocaría delante de cada una de las diez mil piezas de su aurora boreal y no pararía hasta que tuviese terminado el puzzle. Dobló el chándal negro que utilizaba para trabajar y se puso el pijama y la bata gruesa de franela por encima, a pesar del calor. A primeros de junio todavía refrescaba por la noche y el aire que entraba por las ventanas del patio esa noche, olía a tormenta.

Cuando terminó de colocar las fichas que formaban el perímetro del paisaje, sintió que los dedos de la mano derecha le ardían, se miró extrañada la piel enrojecida mientras que, con la mano izquierda, sudorosa, se frotaba los ojos. Las metió durante un rato en agua fría, comprobó que Manoli seguía sentada frente a la ventana, la saludó con la mano derecha y regresó a su cometido. Decidió centrarse primero en las piezas que formaban el arco brillante que se extendía sobre el horizonte formando rizos y rayos alargados de color violeta. Sin duda era lo que más trabajo le daría. Volcada sobre las piezas fue completando la totalidad del cielo iluminado de verde. Con las manos sudorosas, y el pijama pegado al cuerpo, vio cómo puntos brillantes brincaban ante sus ojos. Si continuaba así terminaría mucho antes de los dos días, pensó. Sus dedos se alargaban en la búsqueda de la pieza exacta y comenzaron a no formar parte de ella. Su excitación hizo que se olvidase de Manoli durante un tiempo que no cronometró. Fue con el primer relámpago cuando levantó la vista. La noche seguía siendo oscura y sin embargo había algo en el aire que la iluminaba. Entonces la vio allí, una figura de mujer vestida de blanco la miraba asomada al balcón del otro lado del patio. Todos dormían en el bloque, ni un sonido, ni una luz encendida. Debía de ser esa hora extraña en la que todo se detiene, la hora propicia para la muerte. «¿Manoli?», la llamo en voz baja sin estar segura de que fuera ella. ¿Cómo podría mantenerse en pie?, dudó. Cerró los ojos convencida de que al volverlos a abrir ya no estaría allí. Sin duda sería culpa del principio de cataratas que le advirtieron en la última revisión. Manoli, como los demás vecinos de aquel patio, dormiría en aquellos momentos, sentenció. Aprovechó para tomar un vaso de agua y se miró las manos extrañada, le sudaban. Las metió rápidamente bajo el grifo, pero a pesar de que las secaba insistentemente, no dejaban de sudar. El sudor tenía un tono verdoso. Lo miró a contraluz varias veces, las colocó frente al espejo del baño; «sí, es de un tono esmeralda», asintió, como el vidrio de los botellines que tenía acumulados en el balcón. Pensó que las fichas desteñían y se las volvió a lavar. Era un sudor frío. Quizá fuera la falta de sueño, el cansancio, la visión de la mujer de blanco; y volvió al arco luminoso sobre la costa de Stavanger. Se colocó unos guantes de goma para no humedecer las piezas y continuó con su apasionante labor después de reconocer apoyada en el balcón a la enjuta mujer de blanco. Al mismo tiempo que terminó de colocar la última pieza del mar que bordeaba la ciudad, un relámpago hizo que el puzle temblara. Ana colocó sus manos sobre él como si quisiera protegerlo, pero sus manos color esmeralda eran incapaz de controlarlo. Las piezas giraban sueltas por el apartamento de Ana. Al otro lado del patio, Manoli la miraba fría, enigmática. ¿O no era Manoli? La mujer de blanco, o Manoli, o la mujer de blanco jugaba con las piezas que colocaba a su antojo sobre la noche que ya clareaba.

 Amanecía a la vez que la aurora boreal iluminaba la casa, la corona luminosa cubría de puntos verdes cada una de las habitaciones y por el patio, una lluvia fina lo inundaba todo. Ana vencida sobre el mar que rodeaba a Stavanger. Los dedos de las manos, arrugados, desechos sobre las piezas que se aún se unían y desunían una a una en una sinfonía de movimiento. Hasta que un grito como el de un animal le hizo levantar la vista. No recordaba la pesadilla de la que acababa de despertar, solo tenía la sensación de un sueño viscoso y la risa de una mujer que se movía dentro de una elipse luminosa que manejaba a su antojo. La ventana de Manoli permanecía cerrada, la silla de ruedas tampoco estaba en el balcón donde se le apareció la mujer blanca. Y a pesar de que la luz del día se colaba entre la lluvia de partículas verdes, se sintió confusa en el tiempo. ¿Era posible que llevara varios días sin verla?, pensó. Se propuso que ese mismo día subiría a pasar un rato con Manoli, haría una fabada de las que a ella le gustan y le cortaría el pelo. Se sentía demasiado trastornada. Así pensaba mientras se hundía en las aguas frías del mar del norte. Dentro de la casa la luz verde caía sobre la ciudad de Stavanger.

El segundo grito no lo oyó, tampoco a los vecinos que gritaban alarmados ante la visión del cuerpo de Manoli sobre las baldosas del patio.  Vestía un camisón blanco, sobre el cuerpo minúsculo amoratado. Los ojos amarillos y el pelo chamuscado como si la hubiera atravesado un rayo. Tampoco escuchó a los hijos de Manoli cuando aporrearon su puerta ni a los bomberos que entraron a rescatarla. Encontraron el Puzzle terminado sobre la mesa, dos mujeres vestidas de blanco miraban la aurora boreal sobre la costa de Stavanger.

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