- Diminutas bandas peregrinas del aire by Félix Molina
A Moretti —con un nombre que hacía sombras de cerveza o de delantero cedido, y pintas de religioso liberado de los setenta— se le ocurrió la huevada de despertar con un WhatsApp a los pilotos de su jet personal, para aterrizar directamente a los tres que habían aceptado una última copa ante el mismísimo Abuelo. Es decir, quien daba todas las órdenes (culturales, editoriales, sentimentales, sexuales… y sobre todo económicas) en la fundación.
Era, en medio de la curda de vermú y de negroni, como un juramento de sangre (a la espera de que se unieran otros fluidos) con los tres ambiciosos jóvenes.
—Muchachos, noten que yo no me olvido de lo que voy apuntando en mis libretas. Que no los olvido.
Los pilotos, avezados para el vuelo aéreo nocturno y para la farra morettiana, se desperezaban en su cabina, mezclando un café cargadísimo con un silencio aún más cargado. Solo se escuchaban, como el ruido de los élitros, los mandos y las teclas de la navegación, insectos que se iban posando en las cabezas alcoholizadas de los pasajeros. Moretti se las arregló para dispensar botellitas de whisky con canela entre los acompañantes, a medias entre el insomnio y la devastación de las oscuridades selváticas. Era difícil, pero concentrándose entre el estragamiento de la bebida, podía percibirse hasta el movimiento simétrico de los monos arbóreos desplazándose en la madrugada, huyendo de algún enemigo mayor o de un incendio. A Ifigenia —la más serena— se le figuró que escapaban juntos (ellos y los monos) de algún apocalipsis secreto. Juárez y Litti a esas alturas habrían perdido probablemente la consciencia y miraban con ojos vidriosos a través de la ventanilla, como llevados a un cadalso imaginario.
—Ya llegamos, vayan adecentándose.
La voz de Moretti emergió del asiento donde se había dejado caer, víctima de su exceso, resonando como un trueno en la caja de zapatos que estaba a punto de aterrizar. Extraños invitados a una inopinada fiesta, sin más equipaje que sus zarandeadas conciencias, los ocupantes empezaron a desfilar por el pasillito, mientras Moretti les daba pastillas de chicle antialiento con sonrisa de buhonero. Ya fuera de la aeropista, rondando la clandestinidad, una limusina azul marino les esperaba, con el conductor remedando el sueño de los pilotos. Serían apenas las cinco de la mañana, con el primer sol ya asomando por las terracerías campestres que comunicaban con la carretera. Daba igual que no llevaran antifaces, como en una mala película de secuestradores: la ciudad que despertaba les parecía inédita, con avenidas inhóspitas y obeliscos punzantes. Alguien suspiró: Buenos Aires.
De repente, los despierta el olor a ambientador y las alfombras rojas, que ascienden escaleras y se rezagan en pasillos y vestíbulos. Ifigenia se acuerda de un cine de su infancia y Juárez del conservatorio donde intentaron que estudiara piano, quizá ya para liberarlo de una temprana idea del suicidio. Litti repara, como no, en las cámaras de seguridad.
Los recibe, empotrado en una mesa que lo convierte en una especie de muñeco de resorte, un anciano que no deja de leer periódicos recién impresos. El Abuelo. A un gesto suyo, Moretti se sienta, aunque parece como si se reclinara, y le sigue la comparsa de literatos, titubeantes por la nerviosera y la embriaguez, que ocupan como pueden las sillas tapizadas con motivos vagamente arquitectónicos. Habla, al fondo, la boca de la verdad:
—A ver, ¿van a decirme a mí entonces qué le pasó a la muchachita Inés Menta?