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¿Somos instantes tutelados? by Ana de Lacalle

El instante se impone como absoluto en cuanto percibimos la incertidumbre de que sea seguido por otro instante. Esta concatenación de instantes, que constatamos como certeros en su experiencia, constituyen la existencia. Nuestra manera, no obstante, de autopercibirnos no contempla esta fragilidad y vacilación, esa insospechada posibilidad de que tras un instante no haya más. Sin embargo, la certeza de haber sido una larga sucesión de instantes y serlo en el presente -aunque este se desvanece en cuanto lo escribo- nos proporciona la convicción que nos permite proyectarnos hacia un futuro incierto en su duración, pero un futuro, al fin y al cabo.
Sin la creencia de que habiendo sido hasta ahora, seremos, nos quedamos colapsados, y nuestra capacidad de planear y actuar quedaría fulminada. De ahí, que, aunque seamos una brevedad incierta, necesitamos vivir como si fuésemos perdurables un tiempo largo.
La angustia existencial, a pesar de que como instantes que somos está suficientemente justificada, no proviene de la posible brevedad inesperada, sino de la certeza de que, transcurrido un tiempo X, como seres corruptibles y finitos que somos dejaremos de existir. Que nuestra presencia en el mundo tenga fecha de caducidad nos inquieta. De forma pragmática por la manera en que sucederá este cese de nuestra existencia, también para algunos por lo que sucederá después -aunque si somos coherentes no hay tal “después”-, y, en la mayoría de los casos, porque habiendo constatado las dificultades para subsistir la pregunta que nos acecha es el para qué y el por qué. Y para dilucidar estas cuestiones recordemos las palabras de Schopenhauer:
“Si se contempla la vida, el aspecto de su valor objetivo, es por lo menos dudoso que sea preferible a la nada. Y hasta podría decirse que, si la experiencia y la reflexión pudieran hacerse oír, no elevarían la voz sino a favor de la nada. Si se levantase la losa de las tumbas para preguntar a los muertos si quieren resucitar, moverían negativamente la cabeza. (…)”[1]
Es decir, entendiendo que la existencia es dolor, parece razonable que “la nada sea preferible a la vida” [2]. No obstante, siendo voluntad de querer vivir, nos afanamos en mantenerla y el filósofo alemán considerará que la vía del suicidio es en vano, y que optan por ella aquellos que no pueden soportar su intensa voluntad de vivir que los lleva a la desesperación. Sin embargo, Cioran admitirá que saber que el suicidio es posible, es lo que le mantiene vivo.
“Fuera del suicidio, no hay salvación. ¡Cosa rara!: la muerte, aunque eterna, no ha entrado aún en las costumbres: única realidad, no logra convertirse en moda. Así, en tanto que vivos, todos estamos anticuados…”[3]
La ironía mordaz de este breve fragmento muestra la nihilidad sostenida, consecuentemente por Cioran, que aún concibiendo el absurdo y el vacío de la existencia se mantuvo en ella, como un anticuado por no tener ninguna razón más allá del mismo nihilismo para no continuar existiendo. Sabiendo siempre que cuando ese estar se hiciese insoportable, siempre cabía la posibilidad de sumirse en la única realidad, la muerte.
En alguna ocasión, se me ha objetado que los filósofos debemos ser prudentes con lo que escribimos, ya que nunca sabemos quién hay al otro lado. Entiendo que dicha consideración no tiene desperdicio por los implícitos que conlleva: los filósofos tenemos una responsabilidad, esta consiste en tutelar, en no orientar los pensamientos ajenos a cuestiones escabrosas que puedan influir en sus conductas; somos, por lo tanto, algo así como los nuevos mesías laicos que deben velar por su rebaño.
Honestamente no me reconozco en esa figura pastoral. El filósofo de abordar las cuestiones más crudas y las menos, o sea, cualquiera, todas; eso debe depender exclusivamente de la inquietud del que practica una actividad filosófica. El cómo afecte lo que escribo, o quien haya al otro lado, no es en absoluto responsabilidad mía, sino de quien me lee. Quien se deprima que deje de leerme. Quien crea que se ve abocado al suicidio, que se aleje de mi presencia demoníaca. Pero nunca quien filosofa debe dejar de manifestar y argumentar sus percepciones del mundo, porque estaría estafando al lector, o erigiéndose en no sé qué tipo de profeta. Menos, aún, un filósofo debe advertir a otro sobre sus textos por considerar que somos referentes o figuras de no sé qué tipo para quien nos lee. La filosofía es lo que es. Tautológico. Conclusión: quien no la soporte, que no la lea.
Los que continuéis leyéndome, como diría Kant habéis llegado a la mayoría de edad, suceso que a mí me trae sin cuidado y debe ser indiferente a mi actividad filosófica.
[1] Schopenhauer, A. Los dolores del mundo. Diario Público. Traducción cedida por la editorial Sequitur. Barcelona 2009. Pg.36
[2] Ibid. Pg. 9
[3] Cioran, E. “Breviario de podredumbre” Editorial Taurus, 2014. Pg. 235.

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3 Comments

  • El filósofo tiene la obligación de buscar la verdad y dar a conocer esa búsqueda. El efecto que cause en los posible lectores no debe preocuparle en absoluto. Otra cosa es ser un demagogo.

  • Ana de la calle sos mi ídola. ❣️

  • Muy bueno Ana. Para pensar.

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