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POR LA BOCA MUERE EL PEZ by Nohelia Alfonso

 

Sacó la pistola del liguero con la misma delicadeza con la que sacaba del frasco el pincelito del pintauñas. Matar era como hacerse la manicura, tenía que llevarse a cabo de forma meticulosa y eficaz. Así que lo encañonó a quemarropa, y con el silenciador apenas se escuchó una pequeña detonación. La camisa blanca se tiñó de rojo. Entre toda aquella clase de la suite, parecía que nuestro amigo se había derramado el vino encima, simplemente. Estaba delicioso, por cierto. El vino. Un Château Petrus, nada más y nada menos, 15.000 euros la botella. Esto es un Grand Vin, muñeca, reserva del 61, había dicho cuando «logró» llevársela al hotel. Creía que con eso iba a impresionarla, que serviría para bajarle las bragas. Siempre era así de simple, y siempre terminaba con una bala. Pum. No más palabrería barata. Tanta clase acababa por escamarla, porque por la boca solía morir el pez. Dinero, casas, alta costura, vino... y solo soltaban estupideces. En cambio, su último trabajo... era otra cosa. Escritor consagrado de la escena norteamericana, atractivo... inteligente, sensible... Está claro que el punto G de la mujer se encuentra en el oído, si no, ¿cómo demonios la había dejado tan ansiosa? Apenas un par de encuentros, nada de sexo, solo charlar. Le gustaba, maldita sea. Le gustaba, y tenía que matarlo. Pasó por encima del cadáver para llegar al cuarto de baño, y dejó que la seda del vestido negro resbalara hasta los tobillos. Lo cierto era que se desenvolvía bien en las altas esferas, nadie sospecharía que la gatita era una asesina a sueldo, ni que lo que de verdad la excitaba no eran los yates, los Koenigsegg, o los Swarovski; sino la labia, el camelo ingenioso, el piropo preciso, el halago perfecto. Y aquel hombre dominaba sin duda todos aquellos aspectos. El vino era secundario, lo que podía emborracharla eran sus palabras... Hasta límites insospechados.

Limpió la escena del crimen con pulcritud de profesional, se deshizo luego del cadáver, y regresó a la suite para recibir a su escritor, de nuevo enfundada en seda, burdeos esta vez. Debía cumplir con el contrato antes de 48 horas. Y el tiempo empezó a desmigarse en cuanto llamaron a la puerta. Era él, cómo no, elegante y desenfadado al mismo tiempo, con una rosa negra en la mano. Cenaron en la terraza, descorcharon el champagne francés, y acabaron el uno sobre el otro en las sábanas de cachemir. Mientras la desnudaba, le susurraba al oído palabras almibaradas, obscenas, la hacía temblar de deseo... Y supo que no podía matar a aquel hombre.

—¿Qué ocurre? —preguntó él.

—Tengo que confesarte algo... Hay alguien que quiere verte muerto.

—Mucha gente me odia, lo sé.

—Esta vez demasiado —explicó—. Me contrataron para matarte, pero...te juro que no lo haré, no puedo hacerlo.

—¡Lo sabía! —exclamó el escritor—. Y no imaginas cómo me alegra saber de tu incapacidad —añadió—. Vamos a dejarles claro a esos para los que trabajas que no vas a matarme.

La gatita comprendió demasiado tarde, en mitad de una sonrisa, que lo frío en el pecho era el cañón de una pistola, y no las caricias del maestro de las palabras. No iba a matarle, no, pero porque las sábanas blancas se tiñeron de rojo y ella boqueaba sobre la cama, entre toda aquella clase de la suite, como si el vino se hubiera derramado. Todo lo que no había empezado, terminaba con una bala. Pum. Seguro que era un buen final para alguna de las novelas que vendrían. 

   

Alas de musgo, Impronta, 2018).

 

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