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VECINOS by Lucas Corso

c09e28f2c8302558ab13249da913d55a El despertador sonó a las seis y media de la mañana, pero él ya hacía tiempo que había dejado de dormir. A pesar de ello, siempre permanecía en la cama hasta que aquel molesto timbrazo hacía acto de presencia destrozando en mil pedazos el silencio a su alrededor y, más importante, despertando también a su vecino. Era inaudito como de aquel cacharro minúsculo y viejo podía salir ese pitido tan estridente e incómodo, pero sabía que era capaz de atravesar paredes hasta llegar al cabezal de la cama de aquel pelmazo odioso y darle el primer aviso. Sin embargo sabía que aquello no sería suficiente, por lo que se puso en marcha. Se incorporó en la cama sin apagar aquel artefacto del demonio y, sacando las piernas de debajo del edredón, buscó con las puntas de los dedos de los pies sus zapatillas de felpa, procurando siempre que los talones no hicieran contacto bajo ningún concepto con la fría madera del suelo. Una vez calzado, se levantó e hizo crujir hasta la última vértebra de su espalda con apenas un par de movimientos rápidos. Se enfundó en el batín y, tras cerrarlo mediante un fuerte nudo con la cinta que colgaba alrededor de su cintura, salió al pasillo.   Dando un portazo que hizo temblar los cuadros en las paredes, se cercioró de que el despertador seguía sonando y después caminó en dirección al lavabo. Eligió cuidadosamente aquellas maderas que sabía que emitirían el crujido más desagradable al pisarlas y pasó por encima de todas y cada una de ellas, aún cuando eso significara tener que ir dando algún que otro salto aquí y allá. Y así, acompañado por toda una amplia variedad de chirridos y chasquidos, llegó frente a la taza del váter. Primero escupió en su interior, procurando acompañar el salivazo con una generosa cantidad de mocos que ruidosamente había rescatado del fondo de su garganta. Después orinó apuntando directamente y con todas sus fuerzas al centro, haciendo que el chorro chapoteara gustosamente con el agua del inodoro. Al acabar tiró de la cadena y aquello pareció el ruido de un agujero negro engullendo medio universo. El estruendo fue tal que hasta él mismo, conociéndolo de sobra, se espantó y dio un respingo. Para evitar caerse se agarró al tubo que bajaba de la cisterna y, doblándolo un poco al hacerlo, consiguió imprimir a aquel jaleo un lamento eterno que pareció recorrer el edificio de punta a punta. Recompuesto del susto, se colocó frente al espejo y observó sus setenta y siete años de edad cincelados a mala uva en cada una de las rugosidades de su rostro. Aún no recordando haber sonreído nunca en los últimos cincuenta años, contempló también los surcos alrededor de su boca, como si estos hubiesen salido más por deferencia hacia el resto de arrugas que por haber gozado de una existencia abundante en carcajadas. Todavía conservaba una abundante cabellera, pero esta ya era blanca como la nieve que se acumulaba en su congelador. Y tampoco recordaba haberla peinado nunca en la última mitad de siglo. Quizá eso y lo de no sonreír tuviese algo que ver. Agarró entonces un bote de enjuague bucal de color azul marino y dio un trago. Removió con parsimonia el líquido de lado a lado de la boca y luego hizo gárgaras, sabiendo que ese sonido llegaría también a oídos de ese inepto. Y lo hizo con tal ímpetu que algunas gotas le saltaron a los ojos, provocándole el consiguiente escozor. Dolorido, escupió en la pica y tosió, carraspeó y volvió a toser. Intentó eructar, pero temió que al hacerlo se le acabase soltando la dentadura, por lo que desistió. De todas formas sabía que ya había conseguido su cometido: el idiota de su vecino ya debía de estar totalmente despierto. Se dio media vuelta, tiró una vez más de la cadena y salió del lavabo dejando el ruido del fin del mundo tras él.   Entró en la cocina saltando de madera en madera, ya con el batín suelto dándole así un aire de superhéroe venido a menos. Rellenó una tetera con agua y la puso sobre uno de los fogones sólo por darse el gusto de escucharla silbar y pasó a prepararse un café. Arrastró una silla metálica hasta la encimera y, subiéndose torpemente, abrió un armario. Sabiendo perfectamente que la puerta estaba suelta, se hizo a un lado cuando ésta cedió y cayó, acompañada de algún que otro paquete de comestibles varios. En medio de aquel fragor la tetera llegó al punto máximo de ebullición y se unió a la fiesta. Satisfecho, bajó al suelo procurando acertar en la madera correcta y, chirrido mediante, destapó el bote de café que traía en la mano. Tras preparar una cafetera que había sacado a golpes del fondo de otro armario, y mientras esperaba a que estuviese a punto, un reloj de pared dio las siete en punto en el salón. Acompañado por aquel sonido típico de castillo abandonado, pasó junto a él y colocó en el equipo de música uno de sus discos favoritos. Tarareando hoy puede ser un gran día, duro con él, y pensando en aquel imbécil del rellano de enfrente, regresó a la cocina y se sirvió el café. Se encaminó entonces hacia el recibidor, dejando tras de sí el chiflido eterno de la tetera y sosteniendo la taza humeante con una mano mientras con la otra iba golpeando puertas y paredes que iba encontrando a su paso al ritmo de la canción. Y ahí, café en mano y desarrapado como estaba frente a la puerta de su piso, fue cuando escuchó correrse la cerradura de la puerta de su vecino. Lo había conseguido: venía a quejarse. Sentía que había vuelto a triunfar, pero ni por esas consiguió sonreír, aunque lo intentó con todas sus fuerzas. Imaginando que lo estaba haciendo, se acercó a la puerta y observó a través de la mirilla. Sorprendentemente no había nadie en el rellano; ese presuntuoso, bobo y analfabeto que tenía por vecino seguía dentro de su piso. Seguramente también estuviese mirando a través de la mirilla como estaba haciéndolo él. Menudo fantasma que estaba hecho. Era obvio que se había pensado dos veces lo de volver a venir a quejarse sin razones para hacerlo. Pero si se pensaba que las cosas iban a quedarse así, estaba muy equivocado. Sólo eran las siete y poco de la mañana; la jornada no había hecho más que comenzar.   Taller de Escritura FlemingLAB

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