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Relatos falaces, 2: Fábula del murciélago y la cigüeña by Félix Molina

Sucedió así. En la noche del divorcio las llaves del trastero quedaron dentro de mi bolsillo y las del pisito de arriba en las de su bolso. Luego vendrían los abogados y sus minutas, pero esos primeros días eran por completo nuestros, para disfrutar cada cual de su soledad o de lo que fuera.

El trastero no era inhóspito, pero me faltaban mis tomitos de Keats, un par de diccionarios para las traducciones (había que seguir viviendo) y los cuentos de Chesterton. La vida no era posible o era injusta en esas condiciones. Había que rescatarlos de arriba.

Probé a llamarla al móvil, en la modalidad de incógnito, después de todo no es tan difícil el acceso desde la marquesina del bar, solo hace falta vaciar la cabeza de sangre y llenarla de pájaros. Quería ver si ella andaba por el piso. La llamada, además de su vozarrón incrédulo, interrogante, me arrojó un frufrú de abrigos y sonido de cláxones: estaba fuera.

Me encaramé en la marquesina, sin pensar en más consecuencias que en la delicia del final de La cruz azul leído sobre la misma butaquita —plegada y ya mohosa— donde lo hicimos hará unos veinte años. Sufrí un traspié, un agujero más en el pantalón, nada grave que no me permitiera alcanzar la cornisa y divisar, tras la cortina con patitos ámbar y la primera cuna de Ernesto travestida de librería, su mesa de trabajo. Increíblemente había dejado de traducir la Biblia del oso. Tan solo unas cuartillas desangeladas, de letra muy borrosa (no esa caligrafía suya, que era la de la felicidad), yacían junto al original. El anaquel del despacho lo llenaba ahora una sarta de libros de autoayuda: Cómo vivir sin él, Mariposas otra vez en el estómago, La luz después del túnel… Sentí, no cabe duda, una cierta ternura por ella. Siempre le había admirado su cabeza. Se puede sentir ternura y admiración por alguien a quien dejamos.

Me las arreglé para hacerme con lo imprescindible, lo básico para seguir tirando, unos ocho libritos que metí en una bolsa del supermercado con agujeros. Derramando más ternura aún, comprobé que ella seguía conservando el orden de mis estanterías, hasta el mínimo fascículo (solo después, dentro del trastero, reparé en que también podría deberse a la indiferencia o a una evitación). Llame otra vez a su móvil para ver si contaba con más tiempo para otras ‘comprobaciones’ (mismo ruido callejero: todo despejado).

Cocinaba. Más y mejor. Platos inauditos durante nuestra unión, como sopas con abundante contenido y salsas muy especiadas. Cocinaba para alguien, no había duda. El baño guardaba un desorden parejo al de nuestro amor, si acaso con más horquillas. Más peinados, por tanto. El dormitorio seguía prácticamente donde lo dejamos (sí, una mínima ondulación en mi parte de la cama, pero nada alarmante). En la mesita, junto a su luz, observé con horror un libro de Coelho, apenas quise indagar el título, solo adiviné la tipografía de la cubierta, estilo Mr. Wonderful. Aquí la ternura se tornó desquiciamiento, pero no pude dedicarle un minuto más, porque sonaron pasos en el living, junto a la puerta de entrada.

En un principio me pareció escuchar una pareja. Dos pares de pasos, quiero decir. Presentí con estrago un momento peor al esperado. Me acurruqué casi, entre un biombo y la mecedora de nuestras últimas caricias.

Pero solo resultó ser Ernesto, quien, antes de sablearnos, decidía buscar entre las rendijas del piso, para encontrar unos euros que le aliviasen el fin de semana. Se echó un trago de algo —bebiendo directamente de la botella, claro— y salió.

Me aseguré con otra llamada de que el background seguía siendo callejero y salí con tranquilidad por la puerta, como una tarde más de meses atrás, casi silbando. No sin hacer la gracia. En una tarjetita que marcaba la Oda a una urna griega escribí con todos mis garabatos:

El veloz murciélago hindú comía feliz cardillo y kiwi.

Y la dejé pasar, con elegancia, bajo la puerta ya cerrada. Era mi firma.

A las cuatro de la madrugada —sí, serían las cuatro, yo me había terminado casi el volumen primero de los cuentos— me pareció escuchar un dúo de carcajadas. La de ella era inconfundible. La otra era inconfundiblemente masculina. Desde los trasteros es imposible cualquier percepción visual, salvo por las rendijas que hacen de respiradero y que, dicho sea de paso, hacían posible mi habitación de ahora. Despejé los tomos de una enciclopedia Salvat, de grueso cartonaje azul marino, y pude observar sobre la acera, junto a nuestro bloque, dos pares de pies (ahora sí, como si fuera una manifestación tardía de mi alucinación auditiva de arriba, en el piso: el rayo después del trueno). Los de ella llevaban esas minimedias tan suyas. Los de él, unos mocasines absurdos, con rejilla.

Durante unos minutos los pies danzaron ante mis ojos, deparándome una coreografía entre morbosa y atroz: se separaban, se unían, se volvían a separar, se montaban los unos sobre los otros, se desmontaban… Solo aguante unos segundos más, para volver a enfrascarme en Chesterton. Me quedaban aún cuatro tomos.

Por la mañana (quiero decir: en el momento de mi despertar, porque la mañana ya fue la que fue), me puso en pie la rendija que habían abierto los tomazos de la Salvat. Todo estaba en el orden que ya empezaba a ser el mío, lo quisiera o no: tres paragüeros oxidados, todas las cajas de los juegos de mesa abandonados desde hace lustros, si no décadas, un ventilador con las aspas vueltas del revés, viejas alfombras con bordados promocionales… Y al filo de la puerta, brillante bajo las estrías metálicas que la conformaban, destellante sobre el suelo de pátina de cemento del trastero, estaba una tarjetita.

Con la frialdad del condenado al que fusilan dentro de un par de días, me la puse delante de los ojos y leí, casi como quien lee un verso de Keats, la letra de ella, menuda y definida, clara, muy caligráfica, muchísimo, más que nunca:

La cigüeña toca el saxofón detrás del palenque de paja.

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