14. Si mi turbada vista no me miente
—Perdone mi impaciencia, inspector. Le pillo en mal momento.
Esta muchacha no sabía que un simple albornoz ya es armadura para mí, en el estado tan espiritual en que me hallo. Cualquier jersey que materializo se me hace una cota de malla, como la de Garcilaso en la torre de Le Muy. Y cuidado había de tener de no pensar en ello y materializar la cota encima del albornoz.
—Ya estaba acabando. El agua no es que salga muy caliente.
Estos detalles sensoriales me daban mucha verosimilitud. Debía prodigarlos. Pero Rosa no parecía atender a las reglas del discurso narrativo. Dos lagrimones se acababan de llevar por delante lo que quedaba de la máscara ritual de la selección de la AFA. Intenté tranquilizarla.
—Qué le pasa, mujer. Siéntese —le acerqué una tetera que habían dejado allí Antonio o Antonia, con el líquido ya frío—. Disculpe que le hable desde el aseo, así aprovechamos mejor el tiempo.
A esto de la dimensión temporal humana también tenía que ir acostumbrándome. Se supone que yo podría estar disfrutando del Pirineo leridano —que me encantaba— y al mismo tiempo estar aquí, entretenido con el caso y con la enésima corrección de las églogas garcilasianas. A mí es que eso del espacio y del tiempo me la traía al pairo. Pero había que comprender la dimensión humana del momento, como la de los versos de Vallejo.
—No le robaré mucho, inspector —la joven poeta reprimió un sollozo—. ¿No se ha dado cuenta de que Litti está retirando todas sus camaritas de los módulos?
Transcurrió un silencio demasiado largo desde su pregunta. La pobre debió de imaginarme con una cara de besugo, o de carpa del Ebro —oh, la carpa del Ebro— y me apresuré a decir algo, no fuera al aseo a cerciorarse de mi rostro y me hallase así, sin materializar.
—No se preocupe, lo he previsto. Es que estoy pendiente de muchos hilos: las periciales, una nueva visual, algún interrogatorio —pensé en el que me había apuntado con ella, tremendas sus glosas del único y tan vendido libro de Inés Menta. Pero no era el momento—. Mi alma, perdón, mi cuerpo no da para más.
—Lo puedo entender. ¿Pero no le parece que está retirando indicios que son claves para su investigación? ¿Va a permanecer quieto ante todo eso, recitando los clásicos de Castalia mientras se aplica la brocha de afeitar?
Tenía que atajar tanta infamia. Aquella muchacha estaba a punto de tirarme de la torre de un solo mandoble. Ni siquiera podía refugiarme en las solapas del abrigo de Galdós. Eché de menos su mastín, intimidándola y llevándosela fuera del módulo.
—Tranquilícese. La investigación no ha hecho más que comenzar. ¿No quiere probar el té que le he dejado en la mesa escritorio? Está un poco frío, pero…
—¡Concha de su madre! Esto no es té. Esto es el mate que le acerqué a Inés la tarde antes de su muerte. ¿Quién lo ha traído aquí?
Estaba tan aturdido que solo podía pensar en Jardiel Poncela. Abandoné el aseo y, como pude, me hice visible. Hasta me las arreglé para que se dejase ver un corte en la mejilla izquierda. Perfeccionismos.
—No lo sé, lo encontré cuando ocupé este módulo. Pensé que lo había dejado el personal de la Fundación.
—Pues ahí tiene otro hilo del que tirar. ¡Pero que yo soy poeta, no inspectora de la policía judicial!
Pensé, como una fruslería, en Puccini, Chi son? Sono un poeta. Che cosa faccio? Scrivo. Cualquiera se lo dice.
—Haré que analicen la tetera… o la matera, a ver si hallan huellas u otros restos ajenos a Inés. Y conseguiré una orden para que Eliseo se quede quietecito con sus cámaras…
Aquello pareció calmarla.
—No piense que va todo con usted, inspector. Es que se une el pecho frío de la Albiceleste, la pérdida de Inés… Mañana será otro día.
—Comprendo. La mantendré informada de todo. No desespere.
Y la vi desfilar, mientras entornaba la puerta del módulo. Yo anoté mentalmente (cómo si no): interrogar a Eliseo Litti. La despedí con la perfecta materialización de una sonrisa. Me hacía un gran favor. Le di las gracias.
