¿SE PUEDE AMAR A LA BESTIA?
A raíz del título de mi novela, Amar a la bestia (Versátil Ediciones, 2020), me han hecho esta pregunta medio centenar de veces. Y bien, ¿se puede? Si el objeto de nuestro cariño es mala persona, ¿por qué íbamos a poder amarlo?
Creemos en el poder transformador del amor. Creemos que por amar mucho podemos cambiar a los que nos dañan, podemos lograr que dejen de hacernos sufrir, podemos conseguir que nos amen. No es cierto. Si amas a la bestia -y no me refiero únicamente al amor romántico-, por muy puro que sea ese amor, su naturaleza es desgarrarte. Y es tan difícil verla como realmente es… aceptar que está completamente incapacitada para devolverte lo mismo, que no sabe querer, y que tú no puedes enseñarla ni salvarla… que pueden pasar años hasta que finalmente decides alejarte, que es lo que harías de inmediato ante un lobo que viene hacia ti en mitad del bosque: huir. Con las bestias humanas no es tan sencillo, porque no solo dan dentelladas y zarpazos, no. A veces se dejan acariciar, te protegen, buscan refugio en tu calor, y hasta parecen haberse domesticado. De hecho, cuando entran en tu vida no son bestias, sino seres sumamente luminosos. Olvidamos -o desconocemos- que estamos tratando con un ser salvaje hasta que es tarde. Siempre va a parecer que ha cambiado, que le has hecho cambiar, pero insisto: no es posible, la bestia es la bestia, queridas Bellas.
Lo que ocurre es que la mayoría de las veces llegan a nuestra vida camufladas, o ya están en ella disfrazadas de corderito mullido y suave, pues han aprendido que mostrar su verdadera naturaleza produce rechazo, que hay que esconderse hasta que la oveja está lo suficientemente cerca. Y no se muestran depredadores con todas las ovejas -de hecho, suelen ser muy apreciados en el mundo ovino-, buscan a la más débil cuando está en soledad, localizan de forma instintiva al corderito auténtico. Y aunque creamos que estamos alerta, y que sabemos distinguir a los lobos, no es tan sencillo. Aprendieron a depredar hace tiempo, y lo llevan a cabo a bocados pequeños que hacen pasar por “errores”, por “últimas veces”, por “malinterpretaciones”, o por “no poder evitarlo”. Además, nos hacen sentir responsables de su maltrato: si seguimos ahí, entonces será que no sufrimos realmente; si no lo paramos -aunque lo cierto es que llega un punto en el que no puedes pararlo-, será que nos gusta. ¿No será que somos demasiado sensibles? ¿No será que exageramos? Lo cierto es que el cerebro tiende a romantizar el abuso para sobrevivir, o incluso a olvidarlo.
Los corderitos
El problema es que los individuos altamente empáticos (las “ovejas débiles”, los corderos) son capaces de entender a la bestia, de identificar de dónde viene esa incapacidad para querer, de justificar -y esto sí que es peligroso- su comportamiento, sus desvalorizaciones, de sentir lástima y querer ayudarlos, de mostrarles el camino (y ahí reside, precisamente, esa debilidad). A veces la bestia se confiesa bestia y dice que es así. Y nos compadecemos, y tratamos de ayudarla, de buscar su lado bueno y olvidar el malo, el horrible, el devastador. Queremos que coma ensalada cuando es evidente que es carnívora. Queremos pedirle amor y respeto, que es lo mismo que solicitar agua al pozo seco. Los empáticos tienen una disposición para el perdón fuera de lo común, y eso, en principio, debería ser enormemente valorado por las bestias. Pero ellas están genéticamente programadas para sacar provecho de esta flaqueza, y lejos de sentirse redimidas, lejos de ver en ese perdón la salvación o la oportunidad de ser amados de verdad, lo utilizan para seguir obteniendo provecho de tu persona, siempre sedientos, drenándote por completo si es preciso. Y lo peor es que en un exceso de empatía, podemos empezar a pensar que el problema está en nosotros: Algo malo nos ocurre, porque si no, no se explica cómo dando tanto, no nos correspondan, no se impliquen igual, no dejen de dañarnos, no nos valoren. Entregarlo todo, hasta vaciarse, no hará que ellas hagan lo mismo. A veces esperamos que el dolor que sentimos sea suficiente para que paren de usarnos como escupidera o cenicero, pero no lo es, porque no lo perciben, no se dan cuenta, no lo reconocen o sencillamente no les importa. Incluso decírselo sirve de muy poco. Es que son así, dicen. Hay que aceptarlas, dicen. Pocas cosas existen más peligrosas que alguien cruel fingiendo -o incluso creyendo- ser buena persona, pocas más arriesgadas que amar al perverso narcisista.
La toxicidad y la identidad
Su manipulación para conseguir lo que quieren llega a anularte, a desvalorizarte, a alienarte hasta el punto de no reconocerte, de no saber quién eres ni cuál es tu voluntad. Tienen tal poder sobre ti que aprendes, de forma involuntaria, a reaccionar como te piden que lo hagas, con tal de que no den un gruñido que te estremezca; a no decir cosas que traigan consecuencias dolorosas; a no manifestar lo que sientes o a no hacerlo abiertamente; a entregar todo lo que demandan sin chistar, por puro instinto de supervivencia; a buscar su aprobación y su cariño, de la manera que sea -con el tiempo descubres que el consentimiento no fue real, sino fruto de la presión-, como si el placer se tratara de descansar del dolor un instante. Y las bestias saben lamer muy bien las heridas.
Esto, claro está, ocurre de forma lenta y estratégica, y por eso es muy difícil verlo, como la rana que en la cazuela no nota el aumento de la temperatura del agua hasta que ya le es imposible saltar afuera. Si la soltáramos directamente en agua hirviendo, saltaría para salvarse. Pero la bestia actúa de forma progresiva, es agua fresca y clara donde muchas veces es agradable bañarse, ya se encarga de crear remansos de paz dentro del torrente. Además, experta como es en el gaslighting[1], te hará creer que imaginas cosas que en verdad no hace, o que todo es consecuencia de tu forma errónea de hacer o interpretar las cosas. Realmente lo cree.
Decirle a la bestia lo que no te gusta o te duele, solo sirve para que te ataque y te haga sentir culpable, nunca reconoce el daño, lo que acaba desgastando, desanimando, haciendo que la víctima se resigne, se vuelva pesimista, temerosa, debilitada y dude de sí misma. Comienza a cuestionar su propia percepción, su identidad y su realidad. En un estado de inseguridad y ansiedad constantes, donde se ejerce control a través del miedo a la pérdida o al enfrentamiento, la bestia tiene el poder de otorgar aceptación, cariño, aprobación, respeto, seguridad o protección, y amenaza a menudo con quitártelos. También es experta en dar falsas esperanzas, en poner parches afectivos superficiales que te hacen creer que en realidad no es TAN mala y que puede cambiar y lo hará por ti. En muchas ocasiones justifican su forma de ser con un gran daño recibido en el pasado, o con una crianza dura y sin amor. Y nos compadecemos, porque, una vez más, lo entendemos (aunque a nosotros nos hayan hecho polvo y no vayamos haciéndoselo a los demás). Pobre cachorro abandonado y muerto de miedo, ¿verdad? ¿Cómo no va a morder? Lo que necesita es cariño. ¿Quién lo echaría de una patada?
Salvarse de amar a la bestia es muy difícil debido a esta disonancia cognitiva[2] que desarrollamos para sobrevivir. La salvación empieza por reconocer el daño, por amarse a uno mismo, por decir basta, y esto puede ser una tarea titánica cuando ya te han mordido, cuando te muerde alguien que supuestamente te ama y a quien tú amas. De hecho, si alguna vez amaste a la bestia, es fácil que repitas el patrón sin darte cuenta, que asocies amor y dolor en el futuro, que practiques la indefensión aprendida, que sigas siendo un cordero. El olvido a veces es un mecanismo de defensa, e incluso optamos por la amnesia selectiva para no sufrir, para no tener que aceptar la maldad gratuita o inevitable. Ser inteligentes a veces nos hace más manipulables: Buscamos la razón de ser hasta a cosas que no la tienen.
¿Puede el globo amar al cactus? ¿Qué consecuencias tendría? Sí, se puede amar a la bestia, y es un suicidio. Mejor dejarla correr libre, allá afuera en lo espeso del bosque, por más hermosa y atrayente que resulte, aunque la Bella de Disney, la Bella de Crepúsculo, la Mina de Drácula, e incluso la Anastasia de Cincuenta sombras de Grey, entre otras muchas mujeres de la literatura, nos hayan querido enseñar que el amor transforma a las fieras en malditos príncipes azules.
[1] El gaslighting es una forma de manipulación persistente y lavado de cerebro que hace que la víctima dude de ella misma y en última instancia pierda su propio sentido de percepción, identidad y autoestima. Crea una dinámica de poder sutil, pero inequitativa en una relación, y constituye una forma grave de control mental y abuso psicológico.
[2] La disonancia cognitiva se da cuando tenemos dos pensamientos o sentimientos contradictorios entre sí o cuando actuamos de una forma distinta con la que racionalmente estamos conformes. El resultado es un estado de ansiedad, nerviosismo y malestar que intenta evitarse con el autoengaño.
https://www.google.com/aclk?sa=l&ai=DChcSEwiHzbXbm4z_AhWE2u0KHbUIDrAYABABGgJkZw&ase=2&sig=AOD64_3TKdyUf3KuABAbSGZE6HqOLrSXGA&ctype=5&nis=5&adurl&ved=2ahUKEwilh6nbm4z_AhWQsScCHTvPBPkQvhd6BAgBEC8
Creemos en el poder transformador del amor. Creemos que por amar mucho podemos cambiar a los que nos dañan, podemos lograr que dejen de hacernos sufrir, podemos conseguir que nos amen. No es cierto. Si amas a la bestia -y no me refiero únicamente al amor romántico-, por muy puro que sea ese amor, su naturaleza es desgarrarte. Y es tan difícil verla como realmente es… aceptar que está completamente incapacitada para devolverte lo mismo, que no sabe querer, y que tú no puedes enseñarla ni salvarla… que pueden pasar años hasta que finalmente decides alejarte, que es lo que harías de inmediato ante un lobo que viene hacia ti en mitad del bosque: huir. Con las bestias humanas no es tan sencillo, porque no solo dan dentelladas y zarpazos, no. A veces se dejan acariciar, te protegen, buscan refugio en tu calor, y hasta parecen haberse domesticado. De hecho, cuando entran en tu vida no son bestias, sino seres sumamente luminosos. Olvidamos -o desconocemos- que estamos tratando con un ser salvaje hasta que es tarde. Siempre va a parecer que ha cambiado, que le has hecho cambiar, pero insisto: no es posible, la bestia es la bestia, queridas Bellas.
Lo que ocurre es que la mayoría de las veces llegan a nuestra vida camufladas, o ya están en ella disfrazadas de corderito mullido y suave, pues han aprendido que mostrar su verdadera naturaleza produce rechazo, que hay que esconderse hasta que la oveja está lo suficientemente cerca. Y no se muestran depredadores con todas las ovejas -de hecho, suelen ser muy apreciados en el mundo ovino-, buscan a la más débil cuando está en soledad, localizan de forma instintiva al corderito auténtico. Y aunque creamos que estamos alerta, y que sabemos distinguir a los lobos, no es tan sencillo. Aprendieron a depredar hace tiempo, y lo llevan a cabo a bocados pequeños que hacen pasar por “errores”, por “últimas veces”, por “malinterpretaciones”, o por “no poder evitarlo”. Además, nos hacen sentir responsables de su maltrato: si seguimos ahí, entonces será que no sufrimos realmente; si no lo paramos -aunque lo cierto es que llega un punto en el que no puedes pararlo-, será que nos gusta. ¿No será que somos demasiado sensibles? ¿No será que exageramos? Lo cierto es que el cerebro tiende a romantizar el abuso para sobrevivir, o incluso a olvidarlo.
Los corderitos
El problema es que los individuos altamente empáticos (las “ovejas débiles”, los corderos) son capaces de entender a la bestia, de identificar de dónde viene esa incapacidad para querer, de justificar -y esto sí que es peligroso- su comportamiento, sus desvalorizaciones, de sentir lástima y querer ayudarlos, de mostrarles el camino (y ahí reside, precisamente, esa debilidad). A veces la bestia se confiesa bestia y dice que es así. Y nos compadecemos, y tratamos de ayudarla, de buscar su lado bueno y olvidar el malo, el horrible, el devastador. Queremos que coma ensalada cuando es evidente que es carnívora. Queremos pedirle amor y respeto, que es lo mismo que solicitar agua al pozo seco. Los empáticos tienen una disposición para el perdón fuera de lo común, y eso, en principio, debería ser enormemente valorado por las bestias. Pero ellas están genéticamente programadas para sacar provecho de esta flaqueza, y lejos de sentirse redimidas, lejos de ver en ese perdón la salvación o la oportunidad de ser amados de verdad, lo utilizan para seguir obteniendo provecho de tu persona, siempre sedientos, drenándote por completo si es preciso. Y lo peor es que en un exceso de empatía, podemos empezar a pensar que el problema está en nosotros: Algo malo nos ocurre, porque si no, no se explica cómo dando tanto, no nos correspondan, no se impliquen igual, no dejen de dañarnos, no nos valoren. Entregarlo todo, hasta vaciarse, no hará que ellas hagan lo mismo. A veces esperamos que el dolor que sentimos sea suficiente para que paren de usarnos como escupidera o cenicero, pero no lo es, porque no lo perciben, no se dan cuenta, no lo reconocen o sencillamente no les importa. Incluso decírselo sirve de muy poco. Es que son así, dicen. Hay que aceptarlas, dicen. Pocas cosas existen más peligrosas que alguien cruel fingiendo -o incluso creyendo- ser buena persona, pocas más arriesgadas que amar al perverso narcisista.
La toxicidad y la identidad
Su manipulación para conseguir lo que quieren llega a anularte, a desvalorizarte, a alienarte hasta el punto de no reconocerte, de no saber quién eres ni cuál es tu voluntad. Tienen tal poder sobre ti que aprendes, de forma involuntaria, a reaccionar como te piden que lo hagas, con tal de que no den un gruñido que te estremezca; a no decir cosas que traigan consecuencias dolorosas; a no manifestar lo que sientes o a no hacerlo abiertamente; a entregar todo lo que demandan sin chistar, por puro instinto de supervivencia; a buscar su aprobación y su cariño, de la manera que sea -con el tiempo descubres que el consentimiento no fue real, sino fruto de la presión-, como si el placer se tratara de descansar del dolor un instante. Y las bestias saben lamer muy bien las heridas.
Esto, claro está, ocurre de forma lenta y estratégica, y por eso es muy difícil verlo, como la rana que en la cazuela no nota el aumento de la temperatura del agua hasta que ya le es imposible saltar afuera. Si la soltáramos directamente en agua hirviendo, saltaría para salvarse. Pero la bestia actúa de forma progresiva, es agua fresca y clara donde muchas veces es agradable bañarse, ya se encarga de crear remansos de paz dentro del torrente. Además, experta como es en el gaslighting[1], te hará creer que imaginas cosas que en verdad no hace, o que todo es consecuencia de tu forma errónea de hacer o interpretar las cosas. Realmente lo cree.
Decirle a la bestia lo que no te gusta o te duele, solo sirve para que te ataque y te haga sentir culpable, nunca reconoce el daño, lo que acaba desgastando, desanimando, haciendo que la víctima se resigne, se vuelva pesimista, temerosa, debilitada y dude de sí misma. Comienza a cuestionar su propia percepción, su identidad y su realidad. En un estado de inseguridad y ansiedad constantes, donde se ejerce control a través del miedo a la pérdida o al enfrentamiento, la bestia tiene el poder de otorgar aceptación, cariño, aprobación, respeto, seguridad o protección, y amenaza a menudo con quitártelos. También es experta en dar falsas esperanzas, en poner parches afectivos superficiales que te hacen creer que en realidad no es TAN mala y que puede cambiar y lo hará por ti. En muchas ocasiones justifican su forma de ser con un gran daño recibido en el pasado, o con una crianza dura y sin amor. Y nos compadecemos, porque, una vez más, lo entendemos (aunque a nosotros nos hayan hecho polvo y no vayamos haciéndoselo a los demás). Pobre cachorro abandonado y muerto de miedo, ¿verdad? ¿Cómo no va a morder? Lo que necesita es cariño. ¿Quién lo echaría de una patada?
Salvarse de amar a la bestia es muy difícil debido a esta disonancia cognitiva[2] que desarrollamos para sobrevivir. La salvación empieza por reconocer el daño, por amarse a uno mismo, por decir basta, y esto puede ser una tarea titánica cuando ya te han mordido, cuando te muerde alguien que supuestamente te ama y a quien tú amas. De hecho, si alguna vez amaste a la bestia, es fácil que repitas el patrón sin darte cuenta, que asocies amor y dolor en el futuro, que practiques la indefensión aprendida, que sigas siendo un cordero. El olvido a veces es un mecanismo de defensa, e incluso optamos por la amnesia selectiva para no sufrir, para no tener que aceptar la maldad gratuita o inevitable. Ser inteligentes a veces nos hace más manipulables: Buscamos la razón de ser hasta a cosas que no la tienen.
¿Puede el globo amar al cactus? ¿Qué consecuencias tendría? Sí, se puede amar a la bestia, y es un suicidio. Mejor dejarla correr libre, allá afuera en lo espeso del bosque, por más hermosa y atrayente que resulte, aunque la Bella de Disney, la Bella de Crepúsculo, la Mina de Drácula, e incluso la Anastasia de Cincuenta sombras de Grey, entre otras muchas mujeres de la literatura, nos hayan querido enseñar que el amor transforma a las fieras en malditos príncipes azules.
[1] El gaslighting es una forma de manipulación persistente y lavado de cerebro que hace que la víctima dude de ella misma y en última instancia pierda su propio sentido de percepción, identidad y autoestima. Crea una dinámica de poder sutil, pero inequitativa en una relación, y constituye una forma grave de control mental y abuso psicológico.
[2] La disonancia cognitiva se da cuando tenemos dos pensamientos o sentimientos contradictorios entre sí o cuando actuamos de una forma distinta con la que racionalmente estamos conformes. El resultado es un estado de ansiedad, nerviosismo y malestar que intenta evitarse con el autoengaño.
