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¡HE ESCRITO UN LIBRO! ¡A VER SI GANO EL NOBEL DE LITERATURA! by Luís María Compés Rebato

 
Ilustración de Fernando Vicente
Ilustración de Fernando Vicente
En la última década ha aumentado de modo exponencial la publicación de libros. En muchos casos escritos por personas sin preparación, con gran inquietud e ilusión por cumplir el sueño de tener un ejemplar editado. Legítima aspiración, la de aquellos que deciden convertirse en autores literarios. A veces se percibe el «tufillo» de que el sector estuviera saturado con tantas obras de nueva aparición. Entre otros peros están varios fundamentales: pero ¿leemos todos los que escribimos?, pero ¿nos hemos formado previamente?, pero ¿publicamos con la calidad indispensable? En mi modesta opinión la respuesta mayoritaria, serían tres noes. Primer NO: hay muchas personas que leen; decir lo contrario sería vejatorio para la sociedad. NO obstante, estaremos de acuerdo en el hecho de que se debería fomentar mucho más la actividad lectora, NO se lee todo lo que sería deseable. Segundo NO: En cuanto a la formación de los que accedemos al mercado del libro, solo un porcentaje limitado de escritores provienen de carreras universitarias de letras La gran mayoría, NO. Muy pocos se han inscrito alguna vez en talleres literarios antes de desarrollar una historia en el papel. Craso error. NO es suficiente hacer una redacción de una historia; más que contar, hay que mostrar. Toda actividad artística requiere de un aprendizaje. Pueden existir privilegiados con habilidad innata o adquirida por ciencia infusa, pero son casos excepcionales. Tercer NO: muchos libros que circulan en el mercado, en especial un porcentaje de los vendidos por el propio autor, NO alcanzan un nivel adecuado; presentan fallos o errores importantes e inadmisibles. Una vez dadas las respuestas a las tres interrogantes, convertidas en axiomas, demuestran la existencia de un problema grave en el sector de la publicación de obras literarias. Un tema, «vox populi», que es complicado de afrontar en público para poder cambiar las palmadas inicuas en la espalda por consejos prácticos encaminados a mejorar la escritura por medio de cursos especializados. La posible falta de calidad no es detectada por el comprador en un primer vistazo ante portadas, contraportadas y sinopsis sugerentes. Al llegar a casa aparece la decepcionante realidad: falta de estilo, puntuación ortográfica deficiente, sintaxis incorrecta… En resumen, el producto adquirido es defectuoso. En otros sectores comerciales, por ejemplo, el textil, la reacción inmediata sería acudir a solicitar el cambio de la prenda o la devolución del dinero. En el mundo del libro, es diferente. La consecuencia es que el lector, en lo sucesivo, puede tener dudas en adquirir aquello que le ofrezca un autor del que no tiene referencia. Conclusión: el perjuicio no se limita a un escritor en cuestión. Se generaliza a muchos otros con ánimo por hacer las cosas bien; escribir con pulcritud, en la más amplia acepción de la palabra. Dado que llevo inmerso en este sector desde hace más de veinte años y que he tocado diversos aspectos dentro de él, —soy escritor, librero, editor, presidente de una asociación, gestor cultural, corrector, mentor y, muy importante, lector— estoy en disposición de expresar que he visto ya de todo. Desde un libro cobrado por la autora a veinte euros el ejemplar con errores en la utilización de la «b» y la «v», hasta libros que hubieran estado escritos igual por un adolescente de nivel escolar medio. Esta cuestión, muy generalizada, exige una reflexión profunda. Por supuesto que todo ser humano tiene derecho a cumplir sus expectativas y en una economía de libre mercado cada cual puede hacer con su dinero lo que le parezca oportuno. Es más, es magnífico que exista interés en mucha gente por introducirse en una disciplina artística y cultural, como lo es la escritura. Y más bello aún, sacar a la luz historias propias o inventadas para regocijo del espíritu del protagonista de la iniciativa e incluso terapéutico en algunas ocasiones. Por ahí, todo está perfecto. Cuanta más actividad cultural desarrolle cada individuo, de mayor criterio dispondrá para participar en una sociedad libre, equitativa y próspera. Por lo tanto, a mayor número, mejores expectativas de futuro. Pero no todo debe valer. Tiene que existir algún modo de filtrar la calidad antes de que llegue al lector. Algo o alguien, que establezca un control. Estoy proponiendo una quimera, lo sé. Pero prosigo con esta perorata. A nivel oficial sería inviable, incluso injusto, que un manuscrito presentado en el Registro de la Propiedad Intelectual fuese valorado en dicho departamento. La opinión del censor sería subjetiva —imaginemos qué criterio utilizaría el responsable de tal función ante la lectura de Rayuela, de Julio Cortázar, si el firmante se llamara, Pepito Pérez—. Es muy posible que la entidad competente denegase la autorización para la obra del traductor nacido en Bélgica y educado en Buenos Aires. O pensemos con qué criterio se calificaría a Samuel Beckett, escritor, dramaturgo, crítico y poeta, de origen irlandés, en su libro, «Cómo es», con ochenta páginas sin ningún tipo de puntuación. Sería tildado de aberración lingüística y vetada la publicación. Del mismo modo, el portugués José Saramago, premio Nobel de Literatura en el año 1998, explicó en conferencias y entrevistas su gusto por eliminar puntos y comas, dejando el punto y coma, como mera pausa de lectura. De no llamarse, José Saramago, ¿sería aceptado un texto carente de signos de puntuación de un escritor novel? Vistas estas excepciones, y constatada la existencia de una situación anómala por falta de rigor estilístico y ortográfico en muchas obras nuevas publicadas, hagamos hincapié en un peldaño del proceso de elaboración de las creaciones que sí podría ejercer ese «control de calidad» mínimo exigible: las editoriales. Una empresa editorial debería cuidar su reputación y a los lectores, e hilar muy fino a la hora de elegir o aceptar obras de determinados escritores. Pero… —y «este pero» es gigantesco— los proyectos editoriales, medianos y pequeños, además del prestigio se juegan la subsistencia empresarial. Son negocios, no lo olvidemos. Negocios aparecidos como las setas, en competencia directa con otros miles similares para captar «clientes» que deseen añadirse a su catálogo. En el mercado editorial actual hay infinidad de propuestas. La más generalizada, la llamada autoedición —término que yo no utilizo si el libro lleva un sello editorial, transformado por «autor promotor de su obra»—. Otras variantes son: la coedición, la edición tradicional, pero en la que el autor tiene que vender un número determinado de ejemplares el primer mes o en la presentación inicial, la edición tradicional, pero en la que el autor debe comprar sus propios libros al P.V.P con un descuento del veinticinco por ciento —es decir, carísimos—, etc. Todas estas modalidades de contratos tienen el mismo desenlace: el interesado paga, antes o después, el importe íntegro de los gastos, más… el beneficio de la empresa. Esto no es demonizar a las editoriales, —algunas sí lo merecen— porque yo mismo participo del «milagro» de la creación de los libros. Es declarar una realidad que se está viviendo. Con el resultado final, al cabo de unos meses, del descontento del escritor que ve que tiene que vender él mismo sus ejemplares y que la editorial le cobra o le cobró una gran parte de lo que él percibe al vender los libros por su cuenta (Es importante señalar que las librerías también cobran al autor un porcentaje de las ventas). El servicio más importante que debe prestar la editorial al cliente es la corrección de su obra. Eso garantizaría que el resultado final estuviera exento de fallos y errores. El libro llegaría al comprador en condiciones óptimas. Pero… —cuántos peros hay en este escalón del proceso de dar a luz un libro— la corrección de una obra lleva implícita la remuneración económica a la persona que desarrolla ese trabajo minucioso, extremadamente técnico. Pongamos por caso, una tirada de imprenta de doscientos ejemplares con un coste de corrector de cuatrocientos euros. Es fácil calcular que cada ejemplar se ve encarecido en su producción en dos euros. Añadido a la factura de la imprenta, margen empresarial, isbn, y todo lo demás, el precio final para el interesado sube, prácticamente, hasta el P.V.P. Desenlace: para no perder clientes se reducen costes. Y, uno de ellos, el gasto de corrección. Resultado final: muchos libros quedan defectuosos. Por lo tanto, descartado un ente oficial de censura, y lejana también la posibilidad de que las editoriales «tiren atrás» los manuscritos sin la calidad requerida, quiero hacer alusión ahora al contacto personal entre compañeros y amigos del «escribiente». Porque, en realidad, es ahí donde pretendo llegar. Todo lo anterior ha sido, simplemente, el preámbulo indispensable para derivar estas letras hacia una crítica social del mayor ejercicio, exacerbado e insultante, de hipocresía; silenciar lo que se piensa en realidad del modo de escribir del autor aplaudiendo, con una amplia sonrisa, lo que publica, y que siendo sinceros nos desagrada. Es muy simple pensar, que no decir a un compañero o amigo de letras que debe mejorar, es hacerle un favor en aras de contribuir a su buen estado emocional. No pensemos que la mentira piadosa es por ello, menos mentira. Tampoco la palmada gratuita en la espalda va a aportar ningún tipo de crecimiento. Entonces, asumidas estas realidades, ¿por qué acallamos a nuestro pensamiento para no permitir que realice una crítica sincera y constructiva a la persona que lo necesita? Conozco a muy pocos —y me incluyo entre ellos— que con educación y la mayor delicadeza posible comentan aspectos que deben ser corregidos en un libro. El efecto es demoledor. Si un centenar de personas dicen que el libro está genial y lo aplauden con regocijo, y llega el agorero con la retahíla pesimista poniendo pegas —aunque esta opinión solitaria sea la verdadera— pues la reacción del «ínclito» queda sobreentendida; el criticón es tonto o se muere de envidia. Ahora, deseo contar algo de mis inicios. Mi primer libro tuvo un éxito notable. Corría el año 2005 y no se había producido aún el boom de empresas editoriales ni se había generalizado el gusto por escribir una primera obra y publicarla. Tampoco era masiva la práctica de comunicación en redes sociales y se dedicaba más tiempo al libro en papel. Por ello, «Reina de su Imaginación» —así se titula mi primera publicación con Imagine Ediciones— agotó en cinco meses la primera edición de 1000 ejemplares y procedimos en mayo, de 2006, a situar ante los lectores una segunda tirada de 5000, ante las promesas vanas de que el libro iba a ser muy «cotizado» en Barcelona. Pues bien, un lector se tomó la molestia en verano de ese año de leer Reina de su imaginación y entregarme por escrito un estudio minucioso de la obra, página por página, y hacer sus apreciaciones del estilo y la construcción de la trama. Él era profesor de literatura y me hizo con su crítica constructiva uno de los mayores favores que he recibido en más de veinte años de trayectoria en el mundo literario. A raíz de sus consejos cambié bastantes aspectos de mi modo de escribir. El siguiente trabajo, «Los besos de Dios», mostraba a otro escritor, un autor con mayor crecimiento. Yo ya era consciente, gracias a aquel hombre, de aspectos importantes a la hora de desarrollar un tema con mayor acierto. Y todo continúo, hasta hoy en día, con una docena de libros escritos, otras tantas participaciones en antologías de poesía y narrativa, y aprendiendo cada día nuevos detalles. Creo que nunca se termina de adquirir conocimientos en busca de la perfección a la hora de escribir. Tras los más de veinte años mencionados me sigo considerando un aprendiz; con experiencia adquirida y una evolución considerable, pero a años luz de los maestros, clásicos y modernos. Si recibo una crítica sincera y constructiva lo agradezco en el alma. Con los parabienes se puede elevar el ego, mas el aprendizaje es inexistente. La ilusión que se produce al terminar la escritura de una primera obra es indescriptible; los libros son como hijos. Se siente la satisfacción de haber cumplido un sueño, algo que tiempo atrás parecía imposible. En muchos casos tiene la esperanza de que su «niño literario» pueda ser reconocido y le lleve a conseguir muchísimas ventas, le proporcione fama, llegar a las televisiones, obtener premios y, por qué no, hasta el Nobel de Literatura. Considero, desde la humildad, que el mayor bien que podemos hacer a los conocidos que escriben y al sector del libro, en general, es incidir en que cada obra… debe cumplir todas las estructuras lingüísticas indispensables. Para conseguirlo hay un solo camino, la formación. Y leer. Leer cientos, miles de libros. Dejemos a un lado la hipocresía. Digamos, cuando sean necesario: ¡debes mejorar! Pasado el tiempo, la persona a la que temíamos disgustar, lo agradecerá. La crítica constructiva que recibí hace veinte años fue para mí una bendición.        

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1 Comments

  • Un artículo muy interesante, gracias por compartir tu visión, especialmente de alguien que tiene experiencia. Comparto mi humilde opinión (no experta) en el tema. Hay que distinguir al escritor novato que quiere ser famoso con su primer libro y al que va cultivando su talento poco a poco. Coincido que el mercado de autopublicación está plagado de los primeros. Siempre me asombra ver en el foro de Kindle la pregunta: «Ya subí mi libro, ¡¿por qué no hay ventas?!». Me asombra también ver libros llenos de faltas ortográficas, con un formato fatal y novelas de 40 páginas.

    La raíz del problema es que hay una nueva industria para este escritor novato y que abusa de él, prometiéndole honor y gloria. Le ofrecen talleres literarios, correcciones (mediocres), el empaquetado del libro e incluso la promoción, por un precio. Esta es la fuente de la mediocridad. Sin embargo, no creo que el lector serio tenga un problema en identificar estos libros. Estos escritores son olvidados rápidamente, aunque la familia y los amigos los llenen de cumplidos. No venden ningún libro ni aparecen en ningún listado de libros o rankings.

    ¿Y qué pasa en el segmento medio? Hay una pluralidad de escritores que escriben con corrección y trabajan con alguna editorial pequeña/mediana que les da un sello de aprobación. Con un poco de marketing se puede lanzar una campaña y empezar a hacerse camino. Este escritor vende muy poco. ¿Tiene culpa el autopublicado (que no vende)? Aparte de que los precios de estas editoriales son carísimos, ¿son buenos estos libros o no?

    El problema no es la autopublicación, nadie nos hace caso, te lo aseguro, a menos que escribas Romance o Crimen, uno detrás del otro.

    Coincido que es fundamental recibir feedback sincero y constructivo, pero de gente que realmente sabe. No es fácil encontrarlo. Y dudo de que sea gratis. Yo, como tú, sigo leyendo y aprendiendo y me conformo con escribir por placer.

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