
Franco, Franco,
que tiene el culo blanco
porque su mujer
lo lava con Ariel…
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A ningún otro rojo en todo Madrid, o cabe decir que en toda España, le había sido concedido tal honor. A Montero hijo –el padre llevaba doce años muerto– el susodicho honor le llegaba con un motorista, en una carta con membrete. Era un encargo solemne. Avanzaba el año 1958 y el caudillo y su parroquia caudillil habían visto necesario que Su Excelencia figurase como un hombre de estado, como un Eisenhower, como un Kennedy, como un Kissinger, como un adalid moderno con chaqueta cruzada gris marengo y pantalón con leve espiga de azur. Así lo vieron también (cómo no habían de verlo ellos antes) Francisco y Carmen en una de las tardes inmensas de El Pardo, mientras ojeaban el Hola donde Gary Grant salía muy peripuesto con la vestimenta. Y los expertos en eso eran Montero e hijo, trajes, calle Goya, Madrid.
Por supuesto que ni Franco ni su parroquia sabían de la rojez connatural de Montero padre, ni de la incluso más esplendorosa rojez congénita de Montero hijo. Desde el principio los conmilitones del generalísimo ubicaron a Montero e hijo –el hijo solo era entonces un chaval– en el barrio de Salamanca y los supusieron quintacolumnistas, en los recesos de las batallas donde se cambiaban mensajes. Tendrías que ver la blazier que me ha ajustado Montero. O No te quiero ni contar el traje de cárdigan que se ha marcado, ligerísimo además, se puede poner hasta debajo de la guerrera. Paquetes de estraza de la Cruz Roja con una chaqueta o un traje iban cruzando las líneas del frente, burlando las desastradas trincheras de la Casa de Campo, antes de que los nacionales flanquearan Madrid a finales de marzo de 1939.Pero en esencia Montero y su progenie eran rojos. Rojísimos. Más que quinta columna, su modesto local de costura (escaparate de una sola lámina de cristal con las letras del negocio en madera pintada con fuchina color oro) había servido de refugio durante los bombardeos nacionales. No hacían falta ni sacos terreros ni hormigón, bastaba con la ubicación de Goya en el centro neurálgico y costurero del barrio de Salamanca para repeler los ataques. Lo más próximo a una bomba que vieron esas calles era la de riego que utilizaban los chiquillos para refrescarse en los veranos marciales. Y por la costurería –con amplio fondo para media parentela de Montero y amigos especiales– desfilaron en las noches de fuego y viento de pólvora Ana la Exclusera, o Panchito el Tinaja, o Jaime el Corteza, gentes marginales que ni sospechaban esas buenas señoras que disimulaban en el forro de sus abrigos unos jugosos filetes de rentoy mientras se daban vueltas por la sastrería, en busca de una corbanda, urgente, una corbanda para sus maridos en el frente, que les llegaba siempre con una cartita asegurando que Puri sale (cuando puede) con gente cabal y católica o que Ernestín está deseando cruzarse las líneas para irse con su padre.
Una semana después de la moto y la carta membretada, y sin que emitiera antes su asentimiento, le llegaron a Montero hijo dos asistentes, que comprobaron directamente en el local telas, texturas, colores, forros, solapas… Lo remataron todo con un vermú y aceitunas sin hueso con el sastre, en un local señero justo enfrente de la costurería.
—Tiene que marcar un antes y un después en el armario del general.
—No buscamos glamour, sino prestancia. No queremos gratuito lujo, sino necesario orgullo.
—Queremos que su traje sea la tarjeta de la modernidad del general –decía uno de los asistentes mientras se le atragantaba algo que no podía ser un hueso–. Su nueva enseña.
De esa jornada con los asistentes se quedó solo Montero e hijo con lo de general. Decidió que esa tenía que ser la manera en que se dirigiese a él cuando llegase el complicado momento de estar juntos, cara a cara.
Por lo demás, no tuvo tiempo para pensar mucho. Sin más contemplaciones, otra semana justo después llegaron no uno sino dos motoristas, y un cádillac azul cobalto, y otros dos motoristas detrás. Y Franco dentro.
Era otra deferencia. Perfectamente instruido, un equipo completo de ayudas de cámara montó, entre miradas incómodas por el exiguo espacio, una mesita con sándwiches y vino con gaseosa, se supone que para el general (estos servidores sí lo llamaban generalísimo alguna vez, lo que hizo dudar a Montero hijo) y, como de paso, para el sastre. Comenzaron las medidas. Su Excelencia lo miraba todo entre la indagación y la indiferencia, pero, finalmente, mientras el modisto ordenaba las tijeras, el jabón de marcar y otros avíos de costura, se explayó:
— Qué me hubiera gustado, Montero, visitarles en uno de mis paseos por aquí, en el 38. La sastrería es pequeña. Pero se respira orden y conciencia del trabajo.
—¿En el 38, general? ¿Antes del año triunfal?
— Me subestima, Montero. Yo he paseado por aquí cuándo y cómo he querido.
Montero no tuvo más remedio que bajar la mirada, disimulando con la medida de la sisa.
Luego, en su cabeza ajustaba las medidas como correspondía a su concepción del traje.
Desde que comenzó a trabajar para el generalísimo, no se le habían acumulado tantas imágenes de amigos, de familiares, incluso de algún amor (que Montero los tuvo) mendigando la custodia de la sastrería de Salamanca. Solo la fama de quintacolumnistas de su padre y él los salvaron de morir aplastados por las bombas nacionales, o alemanas por mejor decir, como murieron Corujo, su amigo más borracho y ugetista, o Paquito Beltrán, el anarquista, o María Luján, la amante miliciana de Montero padre, allá en alguna parte del Madrid nefando. Ahora los veía como un coro, todos ateridos de frío y muertos en algún sitio, pero seguro que debajo del cráter de una bomba. Eran su pesadilla de esa insinuada primavera, otra vez cálida, aparentemente sin caídos, del 58. Y su desayuno mientras hacía de vientre pensando en el talle de los pantalones del dictador, un punto álgido en su empresa.

—Ojo con el traje, Montero, que se juega su reputación y la de su difunto padre con eso —y apostilló, dirigiendo la mirada hacia un teniente coronel de paisano, con las gafas ahumadas, a la espalda de Franco—. Por no meterse en honduras con sus amistades…
Montero sabía de los peligros de rascar con la uña en la fachada quintacolumnista del negocio. Pero sabía también que muchos armarios oficiales masculinos guardaban prendas de su padre y suyas, y eso le ayudaba a suspirar, mientras se cuidaba de no pinchar con los alfileres de la prueba las nalgas del señor Franco.
—No se despiste con los alfileres, Montero —casi exclamó el general, que parecía más que nunca leer en las mentes ajenas—, que lo punzante siempre me ha dado dentera.
—No se preocupe, general, que yo uso poquitos en las pruebas —se apresuró a responder Montero, con la boca pequeña y llena de alfileres.
Nadie sabía que el traje de las pruebas poco o nada tenía que ver con el de la puesta final.
Conforme se acercaba el plazo de entrega, rigurosamente recordado y recortado por quienes acompañaban al dictador y se comían los canapés sobrantes, mayor era el estado descompuesto de los nervios de Montero. Visitaba más de la cuenta el rincón del vermú donde mozos escuálidos con tizas en las orejas intentaban sonsacarle tal o cual detalle. Quería hacer un sitio en la cabeza para el desenlace del traje, pero no dejaban de visitarle las imágenes de sus queridos bombardeados. Y temía que le fallase algo imprevisto en la ejecución final de su idea, algo que pudiese incluirle, quién sabe, en las nuevas listas de fusilamientos. El talle era lo de menos, en todo caso.
La primavera llegó con su apuesta de olores y colores a la sastrería. Y con el fin del plazo. La llamada de Blázquez, que activaba todo el dispositivo de la puesta final, sonaba, aun encapsulada de burocracia, como un dies irae fatal.
—Será este 17, Montero. Prepárelo todo. Y será en palacio. Le recogeremos.
Fue como un chizpazo también en la cabeza del sastre hijo, la bengala incendiaria que se tira al aire para iluminar el campo de batalla con su resplandor momentáneo. Montero era torpe con la palabra hablada, pero Paquito Beltrán, que además de anarquista muerto fue poeta, siempre le decía que había confundido la aguja con la pluma. En un registro –era lo que parecía– de la trastienda, halló papel de escritorio con el membrete de la sastrería, Montero e hijo, trajes, y sobre ese papel ya más que amarillo se puso a escribirle, casi de tú a tú, a quien regía los destinos y los desatinos del país. Era una carta sentida, directa, desconcertante, que llevó incluso a don Francisco a sentarse cerca de las rodillas de doña Carmen, desplazando su lectura por unos momentos a las de las páginas del Hola. En ella le confiaba el sastre sus miedos, sus desesperanzas, que le arrastraban al naufragio incluso por encima de su fidelidad. Hablaba de supersticiones de la casa, de secretos ancestrales, del respeto al padre, de la costumbre, de la tradición. Invocaba frases que Montero padre jamás dijo, pero que perfectamente podría haber deletreado. Se arrastraba ante Su Excelencia, pero también le rogaba. Y el ruego final lo despachaba en un párrafo mondo y lirondo. Le horrorizaba el escenario de palacio. Su destello. Su luz. Preferiría la oscuridad antes del desvelo. Del descubrimiento.
Franco, según su costumbre, fue expeditivo. Concedió toda la excentricidad del sastre, salvo la negación palaciega. Tenía que ser allí, y para todos los españoles. La gente del Nodo, del resto de la prensa y del Hola ya estaba emplazada. Y sobre todo Televisión Española. Eso tan nuevo.
El 17 de abril lo recogieron, en un simca oscuro, discreto. Una caja como de embalar frigoríficos guardaba en el maletero el traje, mientras su hacedor se escurría en el mínimo asiento trasero, mirándose unas manos que en su interno horror se le figuraban esposadas. Conforme iba dejando atrás los descampados de la carretera de Fuencarral hacia El Pardo, sintió incluso una ligera descomposición de vientre, pero nada transcendió ni al conductor ni a Blázquez, empotrado con su laca fijadora en el asiento de copiloto. A la llegada, por el acceso de servicio, los jardines versallescos de palacio vislumbrados en lontananza volvieron a llamar a las puertas del estómago, pero lo superó. Pasaron por vestíbulos tapizados de Goya, por salones enjaezados de púrpura y oro, por estancias interminables donde algún televisor estaba siendo diestramente sincronizado por el servidor de turno. Tiene que ser en la antesala del despacho mismo, allí están todos, dijo Blázquez con el unto de una voz como salida de las rejillas de un confesionario.Fue llegar y apagarse todas las luces de la antesala, amplia como un campo de fútbol, brillante como una daga. Allí había no menos de cien personas, agazapadas, ocultas ya por lo oscuro pero alentando y esperando, sobre todo esperando. Montero podía sentir casi en la piel sus silencios, por supuesto impuestos, atravesados como por la aguja y el hilo de un mínimo y necesario murmullo –para el ordenar de los operadores de televisión, para el anotar de los periodistas, para el fotografiar sin trabas de los reporteros gráficos–, y tuvo entonces el pensamiento de que era decisivo cada paso que daba en dirección a la figura pequeña y uniformada, casi un objeto más del edificio atroz.
Un biombo con motivos goyescos los ocultó de la turba silenciosa, al sastre y a su cliente. A una indicación de la cabeza de S. E., el armazón de tela se haría a un lado y mostraría a Francisco Franco vestido de hombre de estado a los ojos del mundo, al tiempo que las seis arañas de la estancia y los focos sumados de la televisión y las cámaras fotográficas se encenderían. Hubo en la trasera del biombo el ajetreo de quitarse las piezas pardas del uniforme para enfundarse las de las nuevas prendas, y las manos prestas de Montero ejecutándolo todo a oscuras, según su ruego. El silencio fuera no era ya impuesto, sino como la savia de un árbol cuyo tronco fuera la expectación y sus raíces y sus ramas los lacayos allí presentes, en sus distintas profesiones. El general preguntó: ¿Ya? Y el sastre dijo: Ya. La cabeza más laureada de España en todo el siglo XX se desplazó solo entonces en dirección a un teniente coronel que hacía las veces de asistente de la prueba final.
A Montero se le agolpó la sangre en la mirada. Su sangre, pero también la de Ana, la de Panchito, la de Jaime. También la de Paquito o la de María. También la de su padre, sí, la de Montero padre. Pero sobre todo la de Corujo, toda la sangre roja de Corujo derramada en los despachos y en los catres, en los calabozos y en las comisarias.
Se desplazó el biombo. Se hizo la luz. Fue solo un flash, pero durante el lujo de unos segundos se pudo ver perfectamente al generalísimo, de burdeos y oro, portando una chaquetilla con lentejuelas de un dorado supremo, que apenas dejaba ver con sus destellos la serpiente negra del corbatín y las dóciles chorreras, el triunfo de la taleguilla bajo los sinuosos alamares, la victoria final de las pantorrillas envueltas en un rosa destemplado. Lo de menos, a estas alturas, era el talle.
© félix molina, Casi la paz
Recomienzo el blog con una más de mis obsesiones veraniegas de Casi la paz, mi versión de El traje nuevo del emperador, de H. C. Andersen, en una nueva temporada que se promete densa, con el décimo aniversario de fm|al. Que su disfrute sea también una ocasión para el recuerdo. Para la memoria, más bien.
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