NO ME GUSTA LA NAVIDAD
Desde que murieron mis padres por estas fechas en un accidente tráfico cuando apenas era un crío, se acabaron las navidades y los festejos.
Por eso todas las “nochebuenas”, y “nocheviejas” me pido guardia en la comisaría, llevo haciéndolo así desde que entré en la Policía, y siempre me ha ido la mar de bien, pero este fin de año algo cambió.
—Ha habido un accidente en la ronda sur. Solo hemos podido sacar a un crío, es probable que los padres hayan muerto, no lo sabemos, pero mientras tanto, lo mejor será que se quede aquí. Voy a llamar a ver qué dicen.
—¿Aquí? ¡No me fastidies, hombre! Sabes que odio los críos…
—¡Menuda novedad! Tú odias todo.
Se fue dejándome allí una menudencia que lloraba todo lo que daba de sí. Al cabo de un tiempo en el que no supe qué hacer con él, dijo entre hipos:
—Yo no quiero pasar la Nochevieja contigo.
—Ni yo contigo, ¿qué te crees?
—El coche de papá se ha molido—dijo entre sollozos—Un árbol se chocó contra nosotros ¿Cuándo vendrán a buscarme?
—No lo sé, majo.
—¿Y no vamos a ir a donde la “yaya” a cenar ni nada?—preguntó moqueando sin
parar.
—Pues…no…”salao” – me da la impresión de que no.
—¿Y las empanadillas que hace mi “yaya”? ¿Y las uvas?
—Pues… no lo sé, las guardarán digo yo.
En aquel instante, el compañero que anteriormente me había traído “el paquete”,
regresó y me hizo una seña con el dedo pulgar hacia abajo, entonces pude leer entre líneas que los padres del crío estaban mal, muy mal.
—Pues aquí estamos…—fue todo lo que se me ocurrió decir — Y tú… ¿cuántos años tienes?
—Seis para siete. ¿Y por qué en esta casa tuya no es Navidad?—dijo mirando a su alrededor como si buscase la Navidad sentada por allí, en alguna silla.
—Porque no me gusta.
-¿Y la tele?—dijo entonces como si se hubiese dado cuenta de que nos faltaba un elemento imprescindible para la subsistencia humana.
—Aquí no hay tele, no me gusta la tele…
—¿Y sin tele cómo vamos a tomar las uvas?
—Es que no vamos a tomar las uvas, aquí no hay uvas, ni tele, ni Navidad.
¡Demonio de chico! Empezó a llorar otra vez sin intención de calmarse. Menuda noche me estaba dando. Se me había enfriado el bocadillo de calamares, los guisantes estaban secos, y él, entre lágrimas preguntaba cuándo iban a venir sus padres con las empanadillas de su yaya.
Como si me hubiese dado una descarga eléctrica, me di cuenta de que sus padres no iban a venir a recogerlo, que aquella cena que él tanto anhelaba en casa de su yaya no se iba a producir, que, seguramente, su abuela perdería las ganas de hacer empanadillas para siempre, y que el día que nos esperaba a la vuelta de unas horas iba a ser bien diferente para él y para mí.
Diez minutos después estaba en el despacho compartiendo bocadillo de calamares con un gordito llorón.
Sobre nuestras cabezas teníamos unos gorros que nos habíamos hecho con papel de poner multas pegado con celo y que él había pintado de rojo con un rotulador, en el suyo había puesto con una letra horrorosa “Kike” y el mío“cherif”.
Sobre la mesa teníamos un ficus de plástico del que colgaban, a modo de adornos navideños, dos gomas de borrar, tres bolígrafos Bic, dos impresos de denuncias, cinco carnés de identidad que nos habían llegado de “extravíos” y el sello en el que figuraba la fecha 31.12.2019.
—¿A que los árboles de Navidad en tu pueblo son…así de…así de… raros?
—Sí, es que en mi pueblo somos muy raros todos.
—¿Sabes? Cuando vengan a buscarme mis padres se van a poner muy contentos porque he pasado la Nochevieja con un “malo” como tú.
—¿Y cómo crees tú que soy yo de malo?
—Un malo de broma. Pero es que eres cherif y yo de mayor voy a se cherif como tú
¿sabes? Por eso tengo que comer mucho para crecer…
“Para crecer”…se comió su mitad de bocadillo, la mitad mía, tres naranjas que tenía en el cajón de la mesa, dos polvorones que encontró en la mesa de Sánchez y que se negó a colgar del “árbol”, y no se comió el ficus porque no ledejé.
Eran por lo menos las dos de la madrugada cuando ya más tranquilo se acordó:
—¿Qué hora es? ¡A ver si nos hemos perdido las uvas!
—¡Las doce menos cinco!- mentí para no desilusionarlo.
Y a la vuelta de esos cinco minutos que, supuestamente, faltaban para la media noche, nos comíamos cada uno doce guisantes al ritmo que iba marcando yo con la porra del uniforme que, al golpear suavemente sobre la mesa, se parecía bastante (bastante poco) al reloj de la Puerta del Sol.
—A ver si dices esto mientras te comes un polvorón —le reté emulando las cochinadas de mi más tierna infancia— “El arzobispo de Constantinopla vive en Pamplona”.
— ¿Y qué es un “anchobispo”? Mi padre tiene un amigo que vive en Pamplona y se llama Jose. ¿A que cuando venga mi padre vamos a ir a Pamplona a ver a Jose?
No me daba tiempo a contestarle y seguía con su tercer grado:
—¿Y a que tienes cara de malo porque eres el “cherif” pero cuando sales de aquí se te quita? ¿Y a que luego vamos a sacar a todos los prisioneros que tienes en los “cabalozos” y en las “catapumbas” y les vamos a dejar que se vayan?
Un niño, un accidente, una Navidad…Una sensación de situación ya vivida me quemó por dentro.
Mientras él seguía su incesante tiroteo de “y a ques”, a mí me caían por la cara dos chorros de agua como dos brazos de mar.
—¿Y a que a veces los “cherifs” lloran pero es de tanta risa?
—Claro, majo, claro, es lo que tiene ser cherif, es lo que tiene…
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