viernes, abril 19 2024

DESEO INCONFESABLE by Raquel Villanueva

Relato incluido en “Relatos de una adoratriz”

 

Verano… un nuevo verano y como siempre, aquí, en la toalla. El césped verde rodeándonos y el fulgor del agua azul de la piscina llamando a refrescarnos. El mismo escenario de todos los veranos. A mi lado, como en estos últimos ocho veranos, Javier. El cuerpo de Javier, tan perfecto, que todas las miradas convergen en él cuando se levanta. Y yo, que también tengo otro cuerpo tan perfecto, que todas las miradas convergen en mí, cuando me levanto. Ambos somos  cuerpos perfectos, esculpidos a golpe de gimnasio, hechos con más de una renuncia alimenticia. Somos la envidia y un imán para las miradas del resto de los mortales que reposan hoy en este césped, a nuestro lado, sobre sus toallas. Músculos que destacan bien marcados bajo la piel morena todo el año. En invierno moreno mantenido bajo el sol artificial de las lámparas de uva. En verano, bajo el sol real y abrasador de la piscina, a veces también de alguna playa, pero las menos ya. No hay barrigas, sólo abdominales bien definidos. No hay grasas, sólo curvas perfectamente marcadas en su justa medida. Somos una pareja de ensueño. Un Adonis emparejado conmigo, toda una Venus.

El teléfono de Javier suena. Es Alfonso, su amigo Alfonso, su compañero de trabajo Alfonso. Le llama para saber si ha dejado no sé qué papeles cubiertos. Javier le responde con su previsible coletilla de: «si, no te preocupes,…»

Alfonso… el gordo. Alfonso, con sus maravillosos ojos marrones que derrochan misterio, pero gordo. Alfonso, con su sonrisa pícara y seductora sempiterna en su cara, pero gordo. Alfonso, con su alegría, con sus desbordantes ganas de vivir, tan desbordantes como sus carnes, porque Alfonso es gordo, muy gordo. Vamos, un gordo en grado superlativo. Y yo, una Venus perfecta, con el cuerpo perfecto de Javier al lado. Javier, cuya mirada siempre parece estar apagada, pero tan delgado y musculado. Javier, con esa boca tan bien dibujada, pero que siempre parece tener un rictus de amargura en la misma, pero tan delgado y musculado. Javier, con su aburrimiento, con su apatía, con sus ganas de no hacer nada, ni siquiera de vivir. Pero sí, tan delgado, tan musculado, tan… perfecto. Así que pienso en Alfonso y me estremezco sobre la toalla, sintiendo ya otra humedad más íntima, más caliente que este sudor que el sol desprende de mi piel. Y en esa intimidad palpitante, siento que mi lengua se pierde en la boca sonriente de Alfonso, buscando encontrar su lengua. Siento que mis manos se aferran a los pliegues de carne que se agolpan en su cintura. Siento que soy pequeña, frágil ante su inmensa envergadura, pero esa fragilidad, lejos de asustarme o retraerme, me excita aún más.

Javier sigue hablando, no le escucho, he perdido hasta el hilo de su voz. Estoy sola en la toalla, sola conmigo misma, sola con la figura imaginada del que se encuentra al otro lado del teléfono que Javier ase en su mano. Me doy la vuelta, me pongo boca abajo, de esta forma me imagino encima del mullido cuerpo de Alfonso, me imagino encaramada sobre él, buscando llenarme de él, tenerlo dentro y mirarle a sus maravillosos ojos marrones para adentrarme en su misterio mientras él se adentra más y más en mí, al ritmo de mi balanceo. Deseo sentirme inundada ahora por su humedad, sentirme llena de sus ganas de mí, llena de sus ganas de vivir, plena…

Me levanto, todas las miradas se posan en mí, me siguen, lo sé. Me introduzco en la piscina, me fundo en el azul, refrescando mis sueños, diluyendo mis ganas de otra vida. Porque soy una  Venus, y una Venus ha de estar con un Adonis. Regreso a la toalla, Javier apenas levanta su mirada hacia mí.

—¿Quién era? —pregunto.

—Alfonso, ya sabes.

—¡Ah!, tu compañero, el gordo.

Alfonso, el gordo que yo deseo. Alfonso, mi deseo inconfesable.

 

 

 

ANTONIA GRANDES

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