Las ideas pueden y deben ser defendidas con vehemencia, pero sin tratar al otro de tonto o de corrupto. Si hacemos esto último, no sólo faltamos el respeto y violentamos las reglas de la discusión razonable, sino que además estamos condicionando nuestra conducta futura.
Si la defensa de X nos lleva a decir que los defensores de Y son ignorantes, interesados, miserables, etc., no estamos simplemente cometiendo un exabrupto. Después de decir semejantes cosas, nuestro mayor incentivo a la hora de razonar ya no puede ser la búsqueda de la verdad, de la coherencia, de la seriedad argumentativa. Nuestro mayor incentivo será mantenernos alejados de Y, puesto que lo hemos asociado directamente con lo peor de la humanidad, con el mal.
Desde entonces, tenemos que evitar a priori todo curso de pensamiento que pudiera llevarnos a reconocer algo de razonabilidad en Y. Quizás no estábamos destinados a ser fanáticos, pero nuestra defensa de X no nos dejó otra alternativa en el futuro. En un exceso de entusiasmo, o tal vez guiados por el deseo de producir un mayor impacto retórico, dijimos cosas horribles de quienes no pensaban como nosotros en ese momento. Sin darnos cuenta, estábamos congelando nuestro pensamiento para siempre, nos estábamos privando de revisar nuestros puntos de vista y de encontrar algo de razón en los demás.
Si asociamos las ideas del otro con el mal y con lo más despreciable de la humanidad, en adelante cualquier revisión de nuestras ideas implica un acercamiento al mal y a lo más despreciable de la humanidad. Nos ponemos una barrera a nosotros mismos. Ya no podemos más que aferrarnos a nuestras primeras convicciones y radicalizarnos en el sentido sugerido por ellas. ¡Cuántos fanáticos deberán su condición de tales al simple hecho de haber cometido algunos exabruptos en su juventud y haber tenido luego demasiado orgullo como para desdecirse y pedir disculpas!
Imagen tomada de Unsplash
Si la defensa de X nos lleva a decir que los defensores de Y son ignorantes, interesados, miserables, etc., no estamos simplemente cometiendo un exabrupto. Después de decir semejantes cosas, nuestro mayor incentivo a la hora de razonar ya no puede ser la búsqueda de la verdad, de la coherencia, de la seriedad argumentativa. Nuestro mayor incentivo será mantenernos alejados de Y, puesto que lo hemos asociado directamente con lo peor de la humanidad, con el mal.
Desde entonces, tenemos que evitar a priori todo curso de pensamiento que pudiera llevarnos a reconocer algo de razonabilidad en Y. Quizás no estábamos destinados a ser fanáticos, pero nuestra defensa de X no nos dejó otra alternativa en el futuro. En un exceso de entusiasmo, o tal vez guiados por el deseo de producir un mayor impacto retórico, dijimos cosas horribles de quienes no pensaban como nosotros en ese momento. Sin darnos cuenta, estábamos congelando nuestro pensamiento para siempre, nos estábamos privando de revisar nuestros puntos de vista y de encontrar algo de razón en los demás.
Si asociamos las ideas del otro con el mal y con lo más despreciable de la humanidad, en adelante cualquier revisión de nuestras ideas implica un acercamiento al mal y a lo más despreciable de la humanidad. Nos ponemos una barrera a nosotros mismos. Ya no podemos más que aferrarnos a nuestras primeras convicciones y radicalizarnos en el sentido sugerido por ellas. ¡Cuántos fanáticos deberán su condición de tales al simple hecho de haber cometido algunos exabruptos en su juventud y haber tenido luego demasiado orgullo como para desdecirse y pedir disculpas!
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