
No sé hasta qué punto el maquetista –en cualquiera de sus especialidades- reproduce mundos a escala y tanto ayuda a la mejor comprensión de una obra futura a quien haya de financiarla o adquirirla como en la vertiente supuestamente lúdica organiza sistemas ferroviarios -que ocuparían cientos de kilómetros- en un tablero dentro de una habitación. Ya dejó la infancia lejos quien arma vías, recorridos, estaciones haciendo que las pequeñas locomotoras tiren de vagones montaña arriba y dispone puentes y elegantes curvas bien peraltadas para que el deslizarse de los trenes quede lucido en un tráfico fluido y esmerado donde salidas y llegadas ocurran con esa perfecta coreografía que él ha querido. Quizás hasta descomponga el ballet con descarriles o descarrilamientos o como se diga. ¿y qué? Porque nadie va a venir en su ayuda. Tendrá que colocar otra vez los vagones y la locomotora en las vías y recomenzar el juego… porque no será más que un juego en el que sí, él impones las reglas pero también organiza su incumplimiento: responsable por tanto… y además tendrá que arreglar la enorme catástrofe o el pequeño desaguisado. ¡Así que mira tú el dios que me estás resultando!
Cabe decir lo mismo de los que profesan el modelismo naval: Obsesión por el detalle y qué decir de los que hacen navegar sus maquetas impulsadas por la fuerza del viento –y aquí una tenue brisa reproduce a escala un temporal- o de un grupo de remos. Lo mismo puede decirse de los que construyen pequeños aviones y ejecutan con ellos tablas de acrobacia aérea con más que pericia, maestría en la maniobra.
Entre los aeromodelistas, últimamente gana adeptos una escala denominada Gigante o Jumbo en la que los aparatos llegan a tener envergaduras que precisan furgonetas para su transporte y que montan propulsores turbojet, son por tanto reactores pequeños muy lejos de aquellas reglas a las que poníamos unas alas de balsa y una goma enroscada hacía girar la hélice que les impulsaba. Así pues llevamos la miniatura a tamaños ajenos a su definición y cuyo único límite parece ser la disponibilidad de elementos técnicos o la capacidad adquisitiva del modelista.
Otra cosa es el por qué, el ánimo que les impele a su actividad. Algunos no van más allá de la mera práctica lúdica. Otros tratarán de demostrar su minuciosidad a la hora de reproducir exactísimos modelos históricos. Otros crean complejos sistemas que se rigen con una aparente lógica que es espejo de las filias y fobias del constructor aquejado vaya a saber de qué pero a los que da salida o tratamiento con su afición en la que el capricho queda –al menos aparentemente- supeditado al realismo que ante el ojo que mira, juzga y puntúa. Y mucho.
Todos estos construyen piezas inanimadas. Objetos con funciones más o menos técnicas pero sin posibilidad de voluntad propia ni genética alguna que auspicie su crecimiento en cualquier sentido. Pero ¿Y los bonsáis? Ahí sí que hay una semilla que puesta en lugar oportuno llegaría a ser un espléndido roble, un generoso nogal que trascendería generaciones de degustadores de sus frutos. Sin embargo se le condena a ser objeto (¡vivo!) de decoración. Adorno en la mesa del presidente. Y esa semilla contenía la posibilidad del pino firme en la ribera. Del alerce, del quebracho, del chopo que regala un rato de sombra al peregrino, del cerezo que ya no va a moldear su propia índole el lugar donde se encuentre y su circunstancia natural sino la tenacilla de su criador y los alambres con los que guiará la disposición de sus ramitas con una estética de su gusto y en su primorosa macetita se le mantiene al abrigo de fríos y lluvias, de heladas y solaneras… como si los olores del interior de una casa con ozonopinos, lejías e insecticidas sea más natural, mejor espacio para un árbol ahora sentenciado a enanismo y soledad (la maceta del al lado es otro mundo) en el que ningún pájaro podrá hacer hogar. Al menos mientras no se pueda hacer jilgueros enanos…
-¡Oiga señor escribidor! No dé ideas….hagalfavor